miércoles, 29 de agosto de 2012

Una Sorpresiva Visita


1

El grupo de las lanchas, cada una constituye una patrulla conformada por doces hombres fuertemente armados, donde viaja la violencia y navega la muerte desde la noche anterior, permanece a las afueras del morro por unos minutos. Simultáneamente todas juntas empiezan a tomar posesión bélica. Una lancha arrima donde hay una venta de pan; de inmediato, la otra lancha del pánico se acerca a una parranda familiar donde sus integrantes festejan desde la tarde anterior.

Empiezo a navegar las calles fluviales de mi pueblo natal, con rumbo a la plaza del pueblo. Como una alucinación del pasado se me vienen a la memoria otros hechos y acontecimientos acaecidos durante el siglo de mi vida. Ahora que he empezado a recordar los hechos más triviales, a mi memoria se viene más de un centenar de amores que tuve, a los que les escribí mínimo una carta a la semana. Amores, unos públicos y otros clandestinos, al fin de cuenta amores de toda mi corta vida. Entre aquel recorrido por la felicidad, recuerdo muy especialmente a Ciad Saab, una hermosa mujer de estatura media, pelo rizado y tez blanca; uno de esos amores tormentosos que se sigue recordando hasta más allá de la eternidad.

La primera década vivida fue inestable: las poblaciones cambiaban de lugares constantemente por el aumento progresivo del río grande de la Magdalena. Las grandes inundaciones traen consigo prosperidad y abundancias de peces: róbalos largos, chivos mozos y mojarras rayadas que capturábamos con atarrayas dentro del manglar, ensartadas en los arpones cuando los veíamos aparecer sobre la lámina de agua. Se aprovechaba al máximo el agua dulce porque para el año siguiente no sería seguro si llegaría nuevamente la creciente.   

A finales de la primera década, una tarde de brisa fresca y fuerte, llegó un bongo grande cargado de guineo verde, aguacate, cacao, café y mango de azúcar, producto de las fértiles tierras de la provincia de San Juan de Córdoba. A bordo de él vino una familia de libaneses y con ellos la turca Gertrudis, una matriarca laboriosa que leía el destino en el tarot, en el pocillo de café, en las líneas de las manos y en los sueños. Traía entre su grupo familiar mujeres hermosas y dos muchachos glotones, laboriosos, muy estudiosos, Salomón y Ulises, que se establecieron en el pueblo durante un largo tiempo.

Cada tarde que regresaba a mi hogar después de realizadas mis faenas pesqueras, Salomón me visitaba para hablar del mundo de los gitanos. Mi mujer le servía un pescado asado y un buen tinto caliente, que terminaba ingiriendo acompañado de un bollo de yuca envuelto en palma de vino que vendía una familia que semanalmente viajaba desde la población de Media Luna, en Pivijay. Una de las tantas tardes, Salomón se tragó una espina de mojarra rayada. Después de comer guineo maduro y bollo, finalmente lo trasladamos a la morada de su madre, quien con un pequeño truco aprendido de los gitanos, pudo retirar el objeto extraño de la garganta.

Finalmente los turcos se cambiaron de residencia, se trasladaron a la cabecera municipal donde posesionaron un pequeño almacén de telas de alegres coloridos y objetos decorativos. Compraron una hacienda donde criaban animales y donde tenían cultivos extensos de hortalizas, especialmente berenjena.

Al llegar al Morro me enfrentó a una parranda y de  inmediato se me viene a la memoria las ruidosas fiestas públicas y familiares donde era común participar inclusive sin ser invitado. Pachangas amenizadas por potente picó, donde valía lo mismo llevar o no pareja, porque el dueño de la fiesta se encargaba de invitar a las mujeres del pueblo. Para cuando escaseaban las parejas, simplemente se le pedía a un amigo que prestara la suya. Así pusimos de moda durante un tiempo el popular barato. Pasábamos  noches y hasta días enteros bailando, acompañados de un buen trago de ron de caña. Cuando se terminaba salíamos de la parranda con dirección al barrio de la brisa, donde estaba ubicado el único estanco que existía en el pueblo, no importando la hora que fuera, entonces pedíamos un bulto de ron: veinticuatro frascos cubiertos en una colcha de enea, en un saco de fique con el logotipo de la fábrica de licores del departamento.

2

Al norte del pueblo más de uno de sus pobladores ha tenido encuentros sorpresivos con seres del otro mundo: mohanes, brujas voladoras, ánimas en pena o fantasmas. Ahora se enfrentan en cuerpo y alma al mismísimo demonio. Las patrullas paramilitares, equipadas de hombres fuertemente armados, arriman sorpresivamente a cada una de las casas ubicadas en el borde del costado norte del pueblo. Interrogan a un pescador por unos minutos, luego lo dejan libre asumiendo el compromiso de recoger gente para una reunión de información en la plaza pública.

Mientras unos revisan la parte interna de la casa donde arribaron, el grupo restante empieza una inspección rigurosa de la parte externa del lugar. Desde este sitio hacen la primera revisión ocular del entorno: en un giro de su mirada a la derecha observan la casa de al lado y ven un grupo de personas que duermen plácidamente en la esquina del sardinel. La patrulla volvió a ocupar la lancha, remaron unos metros y toman posesión de la casa vecina;  el grupo armado sube a la propiedad embarcando de inmediato a los primeros tres invitados a su dichosa reunión.

El operador, ocupando el sitio seleccionado desde la noche anterior en Salamina, espera con el motor encendido. Minutos más tarde los hombres armados vuelven a ocupar sus puestos uno a uno dentro de la lancha y continúan navegando el costado oeste, penetrando en la población. Se siguen sintiendo las repetitivas ráfagas de la brisa del Caribe magdalenense. Después de unos minutos la chalupa totalmente cargada con su tripulación armada, más tres rehenes, navega ahora costeando el norte, hasta tomar posesión de la casa ubicada en el extremo noroccidental del pueblo. A esta hora de la madrugada el pueblo goza de la acostumbrada tranquilidad, todas las cosas hermanen en sus sitios. Las canoas, el único medio de transporte, se encuentran atadas a trojas, sardineles y patios. El grupo armado, desde las lanchas, invita en voz alta a los habitantes a una reunión de información en la plaza principal.

Otra lancha del pánico es atraída por la música que suelta el equipo de sonido que desde la noche anterior suena a todo timbal. Aquí escucho llantos y gritos desgarradores de victimas que ruegan plegaria; muchas personas residentes en el lugar corren sin saber seriamente que sucede y hacia dónde dirigirse; muchos se lanzan a las aguas de la ciénaga y otros son obligados a embarcarse con el escuadrón armado a revisar las casas cercanas, donde suponían encontrar miembros activos de un grupo guerrillero.
La chalupa que custodia la fletera, finalmente hace su arribo justo por el frente del templo religioso. El pelotón toca tierra firme; varios de los hombres y mujeres que portan prendas privativas de las fuerzas militares de Colombia inspeccionan el lugar. Los primeros rehenes son obligados a acostarse bocabajo sobre el rústico piso de cemento. Varios centinelas encargados de la seguridad corren al puente y ocupan las dos aulas de la escuela rural mixta. De inmediato a mi memoria se vienen otros recuerdos: en este lugar funcionó la primera inspección de policía.

Nicolás Asignares, el inspector del pueblo, capturó a Manuel Samper, oriundo de una población cercana, sindicado de varios delitos cometidos a las afueras del casco urbano del municipio de Sitionuevo, el cual permanecía refugiado en el Morro desde un mes atrás. La mañana siguiente a la captura el inspector pidió la presencia de la policía para hacer el traslado del reo al juzgado municipal que lo requería por hurto y homicidio. Al día siguiente, antes del medio día, llegó el escuadrón de la guardia municipal, comandado por Ricardo Gallego, un hombre de contextura robusta, de talla mediana, originario de la región andina, quien era el encargado movilizar al detenido hacia el juzgado municipal. Después de una revisión de rutina, el inspector entregó formalmente al retenido a la guardia y una vez cerró la noche regresó a su hogar. Llegó la oscuridad y con ésta la presencia de los familiares del detenido. La guardia acompañante fue enviada por el comandante a un patrullaje de rutina en los alrededores del pueblo. El superior sería el encargado de custodiar al preso, quien minutos más tarde se fugó con sus familiares a su pueblo natal.

En la madrugada, minutos antes de que la guardia partiera, el inspector fue informado de lo acontecido unas horas atrás; de inmediato se trasladó a su despacho, exigiendo la presencia del rehén. El inspector y el comandante uniformado se fueron de palabras y se dieron varias trompadas; el guardia  intentó hacer uso de su arma de dotación, pero el inspector fue mucho más rápido, de su cinturón sacó su revólver treinta y ocho corto y mató al cachaco.

Uno de los centinelas camina los más de cien metros que tiene el puente que une las dos aulas, de regreso llega a lo que se conoce como la escuela ’Santander’, revisa el lugar estudiantil superficialmente, continúa caminando hasta la culata de la iglesia católica. Aquí aparece por primera vez Edmundo de Jesús Guillen Hernández, alias ‘Caballo’, el mismo Satanás en persona, el segundo comandante de la operación paramilitar, dando órdenes bélicas estrictas al grupo de patrulleros a su mando. Miro al costado norte del parque, varios habitantes y forasteros del pueblo se empiezan a concentrar a un lado de la capilla y recuerdo las celebraciones de Lourdes a finales de los años treinta, primeras fiestas patronales de mi pueblo.

En la última celebración de las fiestas patronales, bauticé un centenar de ahijados de los más de quinientos que tuve. Al año siguiente se volvió a celebrar las festividades patronales, esta vez el inspector de policía era Juan Mendoza. Para la época el pueblo venía presentando distanciamientos entre varias familias. Las fiestas en la plaza pública duraron pasadas las once de la noche; el personal en pleno empezó a dispersarse por todo el pueblo que gozaba de mucha alegría.

Julio Manuel Moreno Suárez, el peluquero del pueblo, más dos compañeros de tragos, se quedaron en la explanada de la iglesia tomando ron. Una hora más tarde llegó al lugar un hombre altamente embriagado, Pablo Rodríguez.
En la madrugada comenzó la riña: se insultaron, se fueron a las trompadas; el peluquero sacó una navaja que utilizaba como barbera: lanzó el primer tajo al abdomen de su enemigo, justo el zarpazo certero que terminó con su vida, cayendo en la esquina derecha de la ermita, en el mismo sitio donde ahora espera el selecto grupo de invitados a la funesta reunión. Nunca más se volvió a celebrar las festividades a nuestra señora de Lourdes.

3

El pescador interrogado al momento de la llegada de la cuadrilla armada al pueblo, después de haber vivido los eventos de terror y ofuscado por el pánico, se embarcó en su canoa y le cambió la dirección de norte, donde señalaba la proa, a sur. Buscaba en su memoria la ruta más cercana para llegar a su casa y por un segundo trató de poner sus pensamientos en orden, rumbo a su casa; sólo pensaba tomar a su familia, salir a algún lugar apartado pero seguro, donde no tuviera que volver a repetir el episodio de horror recientemente vivido.

Al pasar la casa que seguía, nuevamente se enfrentó a una segunda lancha que desde el norte navegaba buscando el centro del pueblo. Esta vez solitario, lo invadió el susto y por primera vez desde su nacimiento, cincuenta años atrás, pensó seriamente en la realidad de la muerte, pero los tripulantes de la lancha lo ignoraron por completo y continuaron el itinerario trazado: la plaza pública.

El sector por donde empieza a navegar la cargada chalupa, la misma donde navega el pánico, me trae a la memoria la década de los sesenta y con ésta la muerte de Efraín Manga Cervantes: un pescador y talentoso miembro del baile negro.

Una vez transcurrida las festividades de San Martín de loba, completamente embriagado, llegó a una de las tantas parrandas del sector y no se percató de la presencia de su enemigo, José Manuel de Ávila, apodado ´Marimba´, quien se abalanzó contra su humanidad con un cortante cuchillo en su mano. Marimba, apodo que hacía alusión al instrumento que él tocaba magistralmente, le propinó tres puñaladas a su víctima. Tres veces herido de muerte, bocabajo sobre la larga troja, Efraín Mangas Cervantes agonizaba viendo como se escapaba el último aliento de su corta vida, sin hallar una persona que lo auxiliara seriamente.

Como hoy, aquel día se empezaron a oír fuertes gritos de terror que anunciaban una vez más el arribo de la desalmada muerte al caserío. Muchas personas en sus embarcaciones se abalanzaron en bandadas al lugar de los hechos. Geraldo y Lucidez Mangas Cervantes, sus hermanos mayores, salieron del rancho de sus padres al lugar de la tragedia; querían saber de primera mano lo que había ocurrido con su hermano menor. La información recogida en el lugar de los hechos era que tres personas más habían instigado al asesino a consumar su hecho delictivo. Luego lo embarcaron en su canoa,  regresando todos juntos al lugar de su residencia.

Cuatro décadas más tarde, justo al Éste del viejo rancho, a tan solo cien metros de distancia, se encontraba la casa de Geraldo Mangas Cervantes, reconstruida a mediados de los años noventa. De aquí salió su hijo, Emidio Rafael Manga Mejía, a recoger a sus compañeros de labores a las dos de la mañana.

Emidio Rafael, el joven pescador, se levantó minutos antes que el locutor de radio ‘Libertad’ diera la hora en punto; de inmediato se puso sus atuendos de labores. Como cada mañana, sus padres se levantaron junto con él; era una costumbre que habían adquirido desde mucho tiempo atrás. Emidio Rafael, una vez término de equipar su embarcación, salió a la troja con una caldereta rebosante de café aún humeante entre sus manos y se despidió de sus padres:

-Hasta luego.  
            
Cincuentas metros lo separaban de la casa de su primer compañero, cuando vio acercarse la desconocida embarcación con una tripulación que él alcanzo a observar vestida totalmente de negro, que buscaba una ruta al centro del pueblo; salían apresurados de donde funciono años atrás la tienda más prospera del sector: ‘Bulliciosa’.

La fatalidad una vez más tocaba a la puerta de la familia Manga: Emidio Rafael recibió un tiro de pistola nueve milímetros en su cabeza. Eran pasadas las dos de la mañana; como su tío paterno murió soltero, con tan solo veinticuatro años de edad, así se convertía en la primera víctima mortal dentro del área urbana de la horrorosa masacre.

La lancha del terror, la que al llegar al pueblo capturó a tres rehenes, continúa navegando al Oeste, arrima a la última casa del costado noreste, donde deciden hacer la primera estación seria. De inmediato suben a la casa, revisan todo, después de diez minutos el grupo armado vuelve a bordo nuevamente y el operador gira su lancha con dirección al sur, buscando el sitio seleccionado para el absurdo.     
 
La lancha del terror, después de navegar mas doscientos metros del costado noroeste, sorpresivamente arrima a la casa de un veterano pescador retirado, que goza de una vida digna al lado de sus familiares, constructor de canoas y embarcaciones. Allí funciona el mejor astillero del pueblo. El pelotón armado sube a la casa y media hora más tarde deciden abandonar el lugar sin novedad alguna e invitan a sus ocupantes a la diabólica reunión. Por el otro extremo, los hombres del escuadrón armado, uno a uno vuelve a sus respetivos puestos en la chalupa. La madrugada es completamente clara y todos los movimientos se observan perfectamente.

El motorista de la lancha enciende el motor nuevamente con el arranque eléctrico y en sentido inverso recorre la vía fluvial que ya había navegado. Van revisando el sector como quien busca un objeto perdido en medio de la nada. Repentinamente a su derecha ven encenderse un bombillo; de inmediato  arriman al lugar. Los miembros de la cuadrilla armada suben velozmente y discuten con los moradores de la casa, los obligan a ocupar sus canoas; de inmediato sueltan dos tiros de sus armas automáticas al aire. Minutos mas tarde las dos canoas con sus dueños a bordo son violentamente sujetadas a la lancha y remolcadas hasta el sitio de la fatídica reunión.

A la luz de una pequeña linterna de baterías, una joven mujer que desde el principio asumió la guardia del lugar sagrado, vestida totalmente con prendas de uso privativo de las fuerzas militares de Colombia y con un brazalete distintivo de las AUC en su brazo izquierdo, esculca meticulosamente los rostros de cada uno de los reos que van arribando al lugar, preguntándoles al instante su nombre y su oficio. Mientras que otro hombre igualmente uniformado mueve rápidamente su linterna de mano, ubicando a cada secuestrado en un sitio específico.

Para las cuatro de la mañana, recibiendo todo tipo de agresiones tanto físicas como verbales, concentrados en la plaza pública están la mayoría de los invitados a la funesta reunión, todos inmovilizados y acostados bocabajo, sobre el escabroso piso de cemento, a la espera de la decisión que tomen los  comandantes de la operación terrorista.

Un miércoles negro


                                                                                        
En el país del sagrado corazón de Jesús, donde casi nunca pasa nada y donde todo lo olvidamos por pura conveniencia, hago remembranza del hecho terrorista, para que tengamos viva nuestra memoria y así no olvidar nunca a las victimas de la madrugada de aquel miércoles negro.

Fue el día que el diablo vestido de camuflaje, brazalete, pasamontañas sobre el rostro, y dotado de equipos de campaña y de intendencia, desafió las fuerzas supremas del todo poderoso y enfurecido caminó sobre las olas del inmenso complejo lagunar de la Ciénaga Grande de Santa Marta. El agua azul, salobre y tranquila, se tiño de sangre humana. El dolor, la angustia y la zozobra se apoderaron de nuestros pueblos, donde el temor y el horror reinaron para siempre en este paraíso de olvido.

Es el amanecer del miércoles fatídico. Son doce los cuerpos de hombres de variadas edades, oficios y jurisdicciones. Amordazados, torturados y tendidos bocabajo, expuestos al público sin ninguna contemplación sobre el andén del costado norte de la explanada de la iglesia católica, al lado de donde había existido un pequeño parque de diversión. Los daños son espantosos. Una autentica pesadilla vuelta realidad le revela al mundo el horror al que había llegado la degradación del conflicto armado interno en el país del todo poderoso: Colombia. Una cruenta masacre, desplazamiento forzado, torturas, lesiones, son algunos de los delitos que deja la temible incursión armada.

***
Mis padres murieron cuando apenas entraba en la adolescencia; el suceso me obligó de muy niño a ingresar a la cadena productiva de la familia. En el Flamenco, el corral de pesca dedicado a las capturas diarias, comencé como piloto, la persona encargada de operar la canoa y de orientar al atarrayero para una buena producción. Así recorrí todas las ciénagas del complejo de Pajarales, el Santuario de Fauna y Flora, Agujas y la inmensa Ciénaga Grande de Santa Marta.

En la cacería del manatí, el caimán y la babilla, utilizaba el arpón y en la pesca de lisa grande una vara de ocho pies de longitud, con dos o tres clavos puntiagudos en uno de sus extremos. Pescaba también chivo cabezón, con el palangre que tenía más de mil anzuelos. Lo hacía en la punta del caño, en la Ciénaga Grande de Santa Marta. En mi juventud no conocí las máquinas: todos mis viajes los realice a vela cuando contaba con viento a favor, o bogando con largas palancas. Otro de mis trabajos  fue el que realice por más de veinte años a bordo de ‘Sobre las olas’, un bongo de tablones bastos, con el que transportábamos el agua recogida en el río Aracataca, exactamente en el afluente llamado Panku. Esa agua la utilizábamos para el consumo humano y en el oficio cotidiano de nuestros pobladores.

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Desde la fletera de pescado ’En Dios Confío’ sale una voz que decía: “los Invitamos a una reunión en la plaza central del pueblo”. Es la invitación que extendía el comando armado al margen de la ley. Pasada las dos de madrugada continúan su itinerario hacia la iglesia de Nuestra Señora del Monte Carmelo, donde van a realizar la macabra reunión.

Cincos grandes lanchas se quedan en las afueras del pueblo, en el costado norte, y sin perder tiempo alguno toman posición estratégica, avanzando rápidamente dentro del pueblo, comenzando el barrido de personas, hombres todos y mayores de edad. “Juancho” Moreno, un pescador de oficio, es obligado a embarcarse en una de las lanchas para ir a la reunión. Otra lancha llega en busca de una familia que ya no se encuentra en la casa donde residía tiempo atrás y sigue su rumbo hacia el lugar de la reunión. Al tomar la nueva vía, se choca con la lancha donde llevan al pescador.       
           
El acto terrorista sigue en el pueblo: a Ever Julio Rodríguez Mejía le propinan un tiro de fusil en la cabeza y otro en el pecho. Lo dejan tendido en el piso de la sala de su casa, delante de su esposa y sus dos hijas menores de edad, que se abalanzan sobre el cadáver una vez salen los hombres en la lancha hacia la iglesia.

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En mi memoria quedan recuerdos de jóvenes mujeres convertidas en brujas fugases, que llegaban al pueblo desde poblaciones distantes a joder a sus habitantes. Una vez llegaron cinco, entre ellas una muy joven y hermosa, convertidas todas en veloces pájaros: saltaban, brincaban y corrían sobre el caballete de palma amarga de un viejo rancho a las afuera del pueblo. El Cuervo, el anciano propietario y conocedor de ciencias ocultas, les aplicó un rezo de cincos oraciones, siendo la más efectiva el credo al revés. Pasados cinco minutos, la más joven rodó por el techo y cayó sobre el sardinel, ubicado al costado norte de la casa. Fue recogida de inmediato por el anciano hechicero, quien la guardó en un guacal de gallos finos. Era delgada, tez trigueña, cabellera color castaño y larga, de un metro setenta de estatura. Los ojos eran color miel. Vivaz y alegre. Fue llamada por el resto de sus amigas  la Negra.

Vanesa Judith Zapata Lobo, la Negra, contaba con diecinueve años de edad, oriunda de Calamar, Bolívar. Su itinerario había comenzado dos noches antes, convertida en una enorme garza parda. De su lugar de residencia partió una vez oscureció hacia la población  de Santa Rita, donde residían dos de sus cuatros amigas, quienes le ayudarían a cumplir su cometido. Todas eran conocedoras del arte de la hechicería. La noche siguiente, a Santa Rita llegaron dos mujeres provenientes de Jairas. La tercera noche, faltando cinco minutos para las seis de la tarde, la enorme garza parda decidió seguir a sus amigas, convertidas en aves, con rumbo al Morro, en busca de un amor perdido.

Después de cuatro horas de vuelo, pasadas las diez de la noche, las brujas aterrizaron sobre el techo del humilde rancho. Al oír el ávido aleteo de las enormes aves sobre el techo, el viejo se despertó apresuradamente y reconoció que eran brujas. Fue entonces cuando aplicó el rezo. Pasados cinco minutos, la joven bruja se dio vuelta sobre el tejado, cayendo bocabajo sobre el sardinel. Las cuatros brujas restantes volaron dejando a la Negra a su suerte. El viejo le sujetó sus alas, echándolas completamente hacia atrás, y la encerró en un lugar seguro mientras indagaba por la estadía de aquel grupo de brujas en el pueblo. Finalmente logró saber dos horas más tarde que ellas iban de pueblo en pueblo buscando a un hombre alto, e tez blanca, ojos marrón claro y quien usaba un sombrero redondo de color azul cielo. Se habían enamorado perdidamente de él.

Miro unos momentos al nororiente del pueblo y alcanzo ver lo que queda de la casa que fue de mis abuelos, que luego heredaron mis padres y en la cual yo conviví con mi extenso bloque familiar. Recuerdo que al caer aquella tarde empezó a soplar el fuerte vendaval, el cielo empezó a oscurecerse por grandes nubarrones, una llovizna ligera empezó a caer sobre mi pueblo. Yo me  dormí  profundamente  después de beber un bromuro de toronjil y valeriana caliente sin azúcar que me brindó una de mis hijas mayores. Segundos después desperté del otro lado, en la eternidad. Indescifrable lugar, hermoso, con verdes prados. A mi encuentro muchas almas allegadas y amigas que esperaban mi regreso, en aquel domingo de agosto y desde donde continué observando los pasos de mi pueblo natal.

Después de la pesca, mi gran oficio fue escribir décimas y ejercer de periodista. Cubrí las noticias más relevantes de mi acontecer diario, las que publicaba, muchas de ellas en versos y otras tantas en prosa, en un semanario llamado el Cuervo por la agilidad con la que volaban las noticias. Este oficio lo aprendí desde la escuela y lo he conservado inclusive ahora en la santa muerte.

***

Las lanchas continúan recorriendo el norte del pueblo, recogiendo personas para su dichosa reunión. La lancha donde transportan a Juancho finalmente arrima a la miscelánea, donde dan de baja a su propietario, Roque Jacinto Parejo Esquea, líder cívico y dirigente comunal, comerciante y empresario pujante. El hombre fue muerto de un tiro propinado en su rostro. Sus negocios fueron saqueados. Aquí muere también el primer viajero de la fletera, Milton Javier Gómez Barrio, un joven de diecinueve años de edad, padre de una niña de escasos seis meses de nacida. Comerciante de pescado fresco y natural de la cabecera municipal. Murió por debajo del mostrador, donde intentó protegerse del escuadrón armado hasta que lo encontró un hombre desalmado que sin mediar una sola palabra le soltó un tiro de su potente arma de guerra. Al amanecer fue recogido por su suegro, quien lo encontró como pidiendo una plegaria.

Al otro extremo de la casa, sobre el sardinel del costado oeste, quedó el cuerpo sin vida del labriego y pescador Geraldo Antonio Escorcia Caballero, natural del caño Clarín Nuevo, tomado como rehén y obligado a servir de baquiano en lugar que él no conocía plenamente. Murió de un tiro, impactado por la parte trasera de la cabeza. Cada una de las lanchas se va acercando a la iglesia. Los hombres armados obligan a los rehenes a recoger gasolina, alimentos, bebidas y hasta motores fuera de borda. Muchos habitantes aprovechan la oscuridad para emprender la huida, abalanzándose al agua, algunos protegiéndose debajo de los palafitos. Otros no contaron con la misma suerte. Fue el caso de Basilio Antonio de la Cruz Rodríguez, quien recibió un tiro en su pierna derecha y murió desangrado cinco horas más tarde en el hospital municipal. Pedro Erasmo Suarez Borrero, un anciano pescador, también se abalanzó a la ciénaga, pero fue alcanzado por un tiro que impactó en el fémur derecho, muriendo hospitalizado en Barranquilla seis días después de la masacre.  

Juancho Moreno salió en busca de gasolina y regresó con una pimpina, pero uno de los hombres armados que custodiaba a la multitud le pidió que consiguiera mucho más y fue entonces cuando preparó su fuga, lanzándose al agua de la ciénaga y caminando hacia el extremo Éste del pueblo, buscando la casa de su concuñado.

‘En Dios Confío’, la gran embarcación que fue interceptada por los hombres armados horas antes, finalmente atraca justo frente a la iglesia católica. La mayoría de su carga ha sido arrojada a la ciénaga y la que le queda es muy poca, en su gran mayoría Lora helada en timbos de icopor, o en canecas y neveras viejas. Uno de los pasajeros es obligado a desocuparla totalmente, hasta dejarla limpia. Son pasadas las tres de la mañana; para esta segunda hora de incursión armada todo es un caos. Algunos salen descontroladamente buscando un lugar seguro donde refugiarse de los actos violentos y los hombres de capuchas negras empiezan a estar fuera de control. 

En la plaza pública la reunión está por comenzar. A la cabeza el temible comandante: ESTEBAN. Son más de cincuenta personas, quienes sobre el piso del templo religioso, atentos escuchan al temible asesino. Entre ellos se encuentran pescadores, labriegos y artesanos, intermediarios de pescados frescos y seco-salados, vendedores de pollos, menudencias y verduras, y también  un  vendedor de helados de conos. Sentados sobre el piso de cemento, atentos esperan que el hombre vestido de militar, armado para una guerra con nadie, diga simplemente que todo aquello es una confusión. 

lunes, 25 de junio de 2012

UNA FUNESTA REUNION


1
Por un momento dejo a un lado mis gratos recuerdos, miro al poniente y veo el alba naciente. Son pasadas las cuatros de la madrugada y casi se han definido los puntos de la funesta reunión.

Al terminar la misma, en la plaza pública continuaron tendidos Nicolás Manuel Indignares, Iván Roque González Ferrer y Jorge Eliecer Altamar, oriundos de Soledad Atlántico, pescadores de profesión y residentes en el morro desde hacia unos meses atrás. También seguían sobre el piso: Hugo Luis Escorcia Santiago y Javier Enrique Caballero, labriegos y pescadores del caño Clarín Nuevo, embarcados en varias de las lanchas y utilizados como baquianos en el caudaloso canal. Estaba Rafael Ángel Mendoza Mendoza, natural de la cabecera municipal de Sitionuevo, operador de la canoa, ayudante del heladero. También permanecían seis hombres del Morro: Martín Rafael y Manuel Octavio Rodríguez Ayala; hermanos carnales, artesanos y constructores de canoas y embarcaciones. Armando Antonio Acosta Suárez y su sobrino Néstor Iván Acosta Suárez, pescadores e intermediarios de pescados frescos y seco-salados; Amado Rafael Mejía Mendoza, minorista de pescado fresco y el operador de la embarcación “En Dios Confío”; también José Darío Moreno Retamozo. Rafael Gutiérrez Pérez fue obligado a desocupar por completo la gran canoa y a presenciar el funesto resultado. Había también otro testigo presencial de los hechos: Octavio Cervantes García.

Los asistentes a la reunión habían escuchado de pie un pequeño discurso y las preguntas lanzadas al aire relacionadas con la guerrilla, bandidos y piratas terrestres. Estaban divididos en dos grupos y no alcanzaban a dimensionar la suerte que correría cada uno por separado.Conservando los lugares asignados inicialmente, unos minutos más tarde fueron obligados a caminar todos unidos; atravesaron en medio de la penumbra el parquecito, donde dos años atrás habían recibido a miembros del congreso de la república, a la cúpula militar del departamento, a la embajadora alemana, al alcalde, al gobernador y hasta al primer mandatario de la nación. Avanzaban esta vez empujados en fila india por un pequeño grupo de hombres de caras pintoreteadas, con uniformes militares y brazaletes en sus brazos izquierdos que decían AUC.

Un corpulento hombre vestido igual a los restantes, se adelantó al grupo unos pasos y abrió las puerta principal de la iglesia e invitó a sus selectos invitados a refugiarse por un momento en el recinto religioso, mientras con la docena de hombres apartados a su siniestra “definimos un asuntico”. La puerta de Ceiba y Carreto, elaborada por un artesano del pueblo para la celebración de las fiestas patronales pasadas, se cerraron totalmente y solo se abrieron de nuevo cuando ya se había consumado el diabólico hecho.   
            
Llegaron unos cortos minutos de silencio erizante, los que generalmente anteceden a las grandes catástrofes. Los hombres del bloque terrorista, atropellaron verbal y físicamente a las doce personas seleccionadas. Segundos más tarde, un gran número del escuadrón caminaron sin mucha prisa en dirección a las lanchas y encendieron los motores fuera de borda a una alta revolución.
Una hora antes, Rodrigo Tovar Pupo, ‘Jorge 40’, había empezado a tener una comunicación radiotelefónica con el encargado de la operación, donde le ordenaba que abortara el operativo y saliera inmediatamente del lugar. Había recibido noticias de que el ejército y la policía conocían de los hechos y trataban de entrar a la zona. Aún así todo continuó igual, quizá porque en Colombia vale lo mismo matar a una persona que asesinar a un ciento. La cuadrilla armada en general había perdido el control, y entraron en el efecto del pánico, maltratándose entre sí.

Finalmente el genocida del grupo, acompañado por otro de sus compañeros, se ubicó justo a dos pasos de donde reposaban los pies de los tendidos y empezó a disparar a la cabeza. Fueron dos descargas de ametralladoras y más una más dirigida a los pies. El acto macabro duro apenas unos segundos: cabezas desbaratadas y un charco de sangre que inundó por completo el pequeño parque. Los cuerpos quedaron irreconocibles y los rostros triturados contra el piso, por las ojivas del potente proyectil. Entonces otro hombre, no satisfecho con aquella aberrante muerte, sacó su pistola nueve milímetros de su chapucera y acercándose rápidamente, le descargó su arma por completo a uno de los cuerpos deshechos para así doblemente matarlo y estar seguro que nunca más se levantaría de aquel lugar señalado por la muerte desde sus inicios.

2.
Al final de la década de mil novecientos treinta, Julio Manuel Moreno, peluquero de profesión, una noche de parranda destazó en la esquina de la ermita a Pablo Rodríguez, pescador de oficio. Por segundo año consecutivo se celebraban las fiestas patronales de Nuestra Señora de Lourdes y el segundo cumpleaños de la ermita construida en madera, horcones y techo de Eternit.

Pasada la media noche comenzó una riña campal. Primero fueron insultos y todo tipo de agresiones verbales y luego se fueron a las trompadas. Fue ese el momento en que el peluquero desenfundó su equipo de trabajo, su navaja barbera, y lanzó el primer zarpazo al abdomen de su enemigo. El zarpazo fue certero y de inmediato afloraron los intestinos. El veterano pescador se llevó sus manos al cuerpo vencido por los tragos, la herida y sus años y reculó unos pasos; apuñalado le llegó el segundo zarpazo de frente, pero ya aquí no soportó más y dio la espalda. El tercer zarpazo le llegó por debajo de las costillas del costado derecho. Tres veces herido de muerte, trató de refugiarse dentro de la ermita, pero sólo alcanzó llegar a la esquina derecha y se desvaneció por completo. Allí recibió el cuarto y último cuchillazo. La junta comunitaria nunca más volvió a celebrar las festividades a la virgen de Lourdes.

El año anterior, por un trágico accidente, la casa ubicada justo al sur del lugar de veneración se incendio completamente después de un descuido en el alumbrado. El mechón que suministraba la luz cayó y produjo una conflagración. El personal reunido en la plaza pública se volcó a sofocar el incendio y la fiesta se terminó mucho más temprano de lo previsto inicialmente.        

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Los dos últimos hombres de la cuadrilla armada que aun permanecen en tierra firme, corren rápidamente el pequeño tramo de la explanada y se embarcan en sus lanchas, jarreando por delante a Senén González Mejía, ‘Mano Sene’, el provero de la fletera por ese día, y a Leonel Max Solano, el vendedor de helados de cono, llevándolos como rehenes .Toman un nuevo camino fluvial, entre las callejuelas del pueblo, que los conducirá a la zona Éste, buscando una salida segura al Santuario de Flora y Fauna de la Ciénaga Grande.

Minutos antes que el sol salte sobre la Sierra Nevada de Santa Marta, las cincos lanchas se encuentran a ciento cincuenta metros del corregimiento, dentro de la ciénaga de Machete. En dirección al caño de Fermería se divisa una canoa grande,  la misma embarcación en la que se transporta semanalmente la madera con la que se reconstruyen las viviendas averiadas del pueblo, la cual la opera Elider Yanes, el líder cívico encargado de velar para que el programa de vivienda se cumpla satisfactoriamente. En la gran canoa se transportaban la familia del líder y  varias familias más que buscaban refugio desde que escucharon las ráfagas de tiros. No alcanzaron a navegar sino unos quinientos metros después de abandonar el caserío y fueron obligados a regresar nuevamente al pueblo. Buscan refugio en la casa de la familia Gamero Castillo, pero allí el escuadrón terrorista obliga a un motorista a que los acompañe al Santuario de Flora y Fauna.

Minutos antes el operador que conducía el motor, en un leve descuido del grupo armado, se había lanzado al agua y se refugio en uno de los palafitos en las afueras del caserío.  Es por esto que ahora buscan un nuevo operador y anuncian que si no sale el operador de la canoa, procederán a tomar represalia con los acompañantes donde se encontraban: ancianos, ancianas, mujeres, niños, niñas. Es cuando el presidente del comité de pescadores, Malfre Rafael Gutiérrez Pacheco, decide salir del lugar donde se refugio por unos cortos minutos. Con él sale Wilmer Alfonso Gamero Castillo, quien se encontraba en su morada descansando al lado de sus padres. Salieron para nunca más volver, por lo menos no con vida.

Ya casi con el astro rey asomándose para iluminar el fatídico nuevo día, con ‘Conformidad’, robada en la plaza pública, son dos las canoas grandes que acompañan la caravana paramilitar. Unos minutos más tarde se chocan con una unidad económica de pesca, ‘Boliche’, que regresa después de cinco días de ranchería en la ciénaga de Tamacá y allí obligan a Wilmer Enrique Mejía Mejía, a irse con ellos. Con el nuevo motorista toman camino hacía su lugar de destino. En el boquerón de Pijinio, las cincos lanchas hacen un segundo transbordo a nuevas canoas. Las embarcaciones son devueltas nuevamente al río Grande de la Magdalena, orientadas esta vez por ‘Compa Sene’.

‘Conformidad’,  tripulada por el heladero, entra al caño los Venados y después de un momento llega finalmente a la ciénaga de la Solera. Aquí siguen los hombres armados disparando a cuanto se movía, “matando seres humanos como pájaros”.
A una larga distancia fueron alcanzado por las balas asesinas: Erasmo Antonio de la Cruz Manjarrez y su compañero de faenas, Senén Antonio González Mejía, pescadores con atarraya y oriundos del Morro, quienes se encontraban ranchando desde hacia una semana en ese sitio. Cientos de metros mas adelante fueron asesinados Gustavo Rafael Yepez Conrado y su compañero de labores, Néstor Julio Ayala Suarez, pescadores con redes fijas (trasmallos) y residentes en el corregimiento de Tasajera, Pueblo Viejo (Magdalena).

En la desembocadura del caño el Salado, al lado de la ciénaga de Cardona, fueron dejado cuatro muertos más, con síntomas de torturas y acribillados a puñaladas y con tiros de gracias en sus cabezas: Leonel Max Solano, Malfre Rafael Gutiérrez Pacheco, Edwin Alfonso Gamero Castillo y Wilmer Enrique Mejía Mejía, encontrados la tarde del día siguiente. Del otro lado del caño del salado, dentro de la ciénaga de Tamacá, fueron muertos Joaquín Modesto Alvares Charres, Jahir Eugenio Miranda Niebles, Orlando Cesar Ayala Nieble, Jorge Luis Nieto Álvarez, José Francisco Álvarez Rolón y José Asunción Marín Rodríguez, pescadores con redes fijas (trasmallos), oriundos de la población palafitica de Buenavista.

Todas las personas que salieron en a esconderse en el monte una vez inició la incursión terrorista, volvieron a sus hogares a  recoger sus pertenencias y reencontrarse con sus familiares extraviados. Todos juntos salieron a un lugar seguro donde poder refugiarse.

UN PUEBLO FANTASMA


Mi pueblo natal había cambiado considerablemente, no sólo en las formas de sus viviendas y los cambios ambientales del complejo lagunar, sino en la índole de su gente. El respeto se había perdido, el liderazgo ejercido por los ancianos -que éramos el soporte estructural de las familias- se perdió por completo una vez desapareció mi generación. No encuentro la activa dirigencia que durante un largo tiempo ejercieron nuestros abuelos y padres y que luego heredamos nosotros. Hoy es un pueblo totalmente cambiado.

Las cincos lanchas de regreso del boquerón de Pijinio, donde dejan a los paramilitares, se detienen por unos cortos minutos en las afueras de El Morro. Familias enteras que se habían refugiados en los espesos manglares desde la madrugada y que llegaron a ver el destrozo dejado en la plaza pública y a recoger sus muertos, se asustaron mucho más cuando vieron de reojo las cincos lanchas que volvían. Se apoderó nuevamente el terror de sus almas y se dispersó una vez más el personal concentrado en la explanada de la iglesia católica.

Ya unas horas antes viajaban canoas repletas de gentes a los puertos continentales, buscando un refugio para sus vidas en el casco urbano y las municipalidades del Atlántico. Otro grupo de gente atravesaba la inmensa ciénaga grande. Cada hora que transcurría, Buena Vista y El Morro se iban transformando en pueblos fantasmas.

Una mujer de una larga cabellera negra está sentada sobre el bulto de ropa de toda la familia, arrojada de prisa sobre el fondo de la canoa. Dos niñas ubicadas una a la diestra y otra a su siniestra y un muchacho acomodado como pudo sobre sus piernas; su anciano padre, sentado más adelante, muy cerca de la proa. El agotado bogador es el marido de la joven mujer. El niño no alcanza los diez años de edad y es la primera vez que viaja sobre la llanura acuática. Seis horas más tarde, entran al  caño Aguas Negras y finalmente arriban a tierra firme. Una tierra que produce mangos de azúcar y bananos; una región azotada desde tiempo atrás por la horrible violencia.

Una vez sobre tierra firme, el grupo de desarraigado sale junto de  Sitionuevo, caminando la congestionada vía vehicular, buscando el acceso directo a la gran ciudad. Atónitos observan  las construcciones y el comercio informal, desembocaron sobre la Avenida Santander. Llegan a una vía recta que parece estrellarse sobre una inmensa colina teñida de verde. Hay una brisa suave que provenía del azul mar Caribe y el sol permanece radiante pero infernal.

Todos juntos desvían a la izquierda y van a dar a la plaza del Centenario. Divagan por el parque; compran un raspado y toman agua de coco. Finalmente descansan sobre el templete. Al mirar al poniente, chocan sus miradas con un templo religioso.
Una vez es abierta la iglesia San Juan Bautista asisten a la primera misa de acción de gracias en honor a Santa Cecilia, mártir de la iglesia. Aprovechan para darle gracias al todo poderoso por las vidas que aun conservan y rezan un santo rosario por las nuevas almas que recién llegan al purgatorio.

Al salir del lugar sagrado, continúan caminando la ciudad y llegan al parque Digna Cavas. Llegan luego a una playa sucia de carbón, plásticos y envases vacíos. La bordean hasta el río Córdoba. Por primera vez en sus vidas pasan un bosque de altas palmeras. Finalmente plantan una carpa en un lugar llamado ‘El Poblado’. Allí aprenden oficios distintos del de la pesca: aprenden a recoger y comercializar mangos; a trabajar en plantaciones de palma africana y a cortar el vástago del banano.    
  
Económicamente sus ingresos disminuyen considerablemente. Entrand e lleno a la informalidad, esa forma precaria de trabajo que es muy común en las ciudades de la costa Caribe que hoy habitan los desplazados. Las mujeres y los niños trabajan de sol a sol, barren las largas avenidas, reciclan papel, cartón, vidrio y plástico. Recogen los huesos roídos, arrojados por la muchedumbre en cualquier lugar de la ciudad. Buscan pedazos de hierros, aluminio y cobre para lograr obtener el sustento de cada día “sin robarle un peso a nadie”.

El pueblo ha cambiado. Acompaño a cuanto sepelio puedo asistir, viajando del Morro a diferentes localidades, para que el día que yo muera por lo menos me acompañen en mi sepelio y al tradicional mes de velación, donde asiste la familia en pleno, los que están en el pueblo y los que no están. Hoy doy fe de que fue así, de que no estuve solo cuando me llegó la muerte. También de que algunas cosas han vuelto: el corral de pesca volvió a la ciénaga de Machete; otra vez se pesca el tradicional Mapalé; las tiendas en su gran mayoría reabrieron sus puertas al servicio de la gente; ‘Manuelita Sáenz’, la fletera de pasajeros, llega cargada nuevamente y ‘Tico Mane’ sigue vendiendo por la red de calles fluviales de EL MORRO el tradicional y refrescante raspado.

Es la hora de contar, desde el varadero donde cada tarde solía sobar ‘El Encanto’ - mi canoa de faenas diaria- que Nueva Venecia (El Morro) está resurgiendo de sus propias cenizas. Yo regreso al eterno paraíso, a la diestra de Dios Padre. Me pueden ver como una luz más en le infinito firmamento y si de algo estoy seguro es que El Morro, como mi estirpe, no está condenado a la desaparición total a causa de la violencia, sino a resistir los embates de la maldad y perdurar por los siglos de los siglos.  

sábado, 19 de mayo de 2012

TRAVESÍA POR LA CIÉNAGA GRANDE DE SANTA MARTA



Fui un hombre anfibio, un naonato: nací en una de las muchas travesías que solían hacer mis padres por la extensa Ciénaga Grande de Santa Marta, una noche de luna nueva, bajo un cielo azul y estrellado, con un vendaval fuerte, frío y agradable. El mismo viento furioso, sesenta y cinco años más adelante, en una tarde tormentosa de un martes trece, durante la travesía de Puerto Caimán a Puerto Ancho, me borraría de la faz de la tierra.

La embarcación de mis padres zarpaba cada sábado desde Nueva Venecia (El Morro), pueblo palafítico del municipio de Sitio Nuevo, Magdalena. Transportaba inmensas cargas de astillas de mangle rojo y seco, que mi padre talaba durante diez días de trabajo en los manglares del complejo lagunar de pajarales (Machete, Lunas, Ahuyama, Chesle, Ventanitas, Limón, Turrumote, Zorrilla, Tigre, Gallinas, Gallo, El Carrao, Mendegüa, Pájaro) y que labraba por las tardes en el patio de su hogar: rancho de horconaduras de palmiches, cubierta de mangles, pedazos de guaduas y techos de palmas amargas; el lugar donde convivía con mi madre y sus diecisietes hijos.

Durante la última semana, en un costado del patio se estibaba lo producido, que luego se comercializaba en el Puerto Nuevo de Ciénaga, a cinco astillas por un centavo. Lo transportaba en el ‘Navegante’, un bongo grande, construido en ceiba roja, carreto, abarco y trupillo; el único patrimonio de la extensa familia. La tripulación la conformaban mis cansados padres y un hombre robusto y chamuscado por el constante sol del Caribe, del cual nunca conocí nombre alguno, simplemente por su rudeza lo llamábamos ‘El burro’. La tarde del sábado que le tocaba travesía, ‘El Navegante’, cargado totalmente y con la tripulación de costumbre, salía del Morro con dirección a la isla de Blanco y una vez empezaba a soplar la brisa, abrían las velas y empezaba a navegar la ciénaga de Machete. Atravesando el boquerón de las salinas, caían a la ciénaga del Placer, donde está ubicado Buenavista. Por la tarde recorrían los negocios para recoger un cobro del viaje pasado. 


A la mañana siguiente salían por Caño Grande a la Ciénaga Grande, para hacer la travesía a Bocas de Aracataca. Una vez pasada la noche en el pueblo, desde que el sol estallaba por dentro del coposo manglar, recogían una carga más leña y hacían unos cobros del viaje pasado y visitaban la familia que allí residía. Por la noche, una vez empezaba a ventiar el vendaval, se abrían nuevamente las velas, ahora sí hacia el destino final: Puerto Nuevo.

Mi madre gestante se había indispuesto desde la tarde anterior. En las semanas finales del embarazo del bordón de sus diecisiete hijos, se le aumentaron los dolores en su vientre. Aquella noche de luna nueva con mi padre en el control del ´Navegante´, y con el basto timón dentro de sus calludas manos, contaba el paso del tiempo y el espacio, mirando los débiles rayos de aquella luna nueva y nombraba en voz muy alta cada punta y rincón por donde pasaba su embarcación: Punta Blanca y Pájaro, que según relato de mi propio padre y el de su compañero, fue el lugar de mi nacimiento. De aquí el apodo que recibí desde mi niñez, y que me duró toda mi corta vida: el ‘pájaro’. Mi padre hizo la labor de comadrón del trabajo de parto de mi madre. Abrí los ojos a este mundo el 19 de marzo y en honor al día de mi santo, fue mi nombre José Asunción de la Santísima Trinidad de todos los Santos. Dos horas más tarde, después de mi nacimiento y una vez mi madre estuvo cómoda en una improvisada cama y yo bien abrigado sobre sus brazos, mi padre continuó entonces el recorrido y siguió nombrando los sitios de la travesía por la costa oriental de la Ciénaga Grande: Congo, Guapo, López, Río Frio, Burro, Chino, Boquerones, Punta de Cerro, caño de Ciénaga y finalmente el continente: Puerto Nuevo. 




Crecí navegando la Ciénaga Grande, trasladándome de Ciénaga al Morro. De muy niño me acostaba bocabajo sobre la gran troja de palmiche y mangle amarillo, a contemplar la llegada de la brisa veneciana. Con ella la llegada de cientos de canoas donde se desplazaban pescadores con sus atarrayas y sus grandes velas de lonas abiertas, que venían por Machete, provenientes de la Ciénaga Grande. Eran los integrantes del ´Flamenco´, Él Gavilán´, Él Rastrillo´, ´El Lucío´; los corrales de pesca de las familias del Morro. A los doce años comencé a ayudar a mis padres en el oficio de la pesca; arte que desempeñábamos más para apoyar la alimentación de nuestro hogar que por remuneración económica. Todo lo producido era para el sustento diario. Así que desde muy joven aprendí a lanzar la atarraya, pescando generalmente en los caños pequeños (Guayacanes, Salados, Fermería, la Barrita de Rincón Grande, la Montaña, Gallinas, Zolo, Caño Hondo, Caimanero, Majagualito, Vásquez y los Venados) y ocasionalmente en la Ciénaga Grande de Santa Marta.

A las dos de la mañana de cada día, los corrales de pesca salían a sus faenas y regresaban al pueblo todas las tardes con el sustento diario. Cada unidad económica de pesca cargada de cientos de mapalé. El atarrayero de cada canoa picaba lo producido y evisceraba la otra captura: mojarras rayadas, sábalos grandes, jureles, sierras marinas, corvinatas de mar, mojarras palometas, lebranches. Los pilotos de cada embarcación operaban las velas y maniobraban sus canoas, con el dominio de un canalete de dos alas construidos por mí en ceiba roja y cabos de abarco.

Durante el día de faenas, las canoas eran perseguidas por unas bandadas de aves en las cuales se observaban tijeretas, pelicanos, longuillos, garzas, cientos de gaviotas y el pichirri, los cuales servían de entretenimiento a los pilotos más pequeños, realizando una cacería durante el día. Se veía saltar el marlín, y la atracción del día era los grandes cardúmenes del chivo mozo. Las brisas empezaban a soplar fuertes y frescas antes de medio día y traían el olor característico del mangle verde. La demanda de leña creció; esto llevó a mi padre a ampliar el patio. Yo empecé a crecer y unos años después me integré a su labor cotidiana: leñador.

El ‘Navegante’ no existía para cuando me hice adulto. La carencia de embarcación y equipos para realizar la pesca con la atarraya, me llevó a poner en práctica el polémico zangarreo, oficio heredado de mis familiares maternos: el arte considerado nocivo para la supervivencia de las especies. Consistía en encerrar con redes de enmalles curricán (o raspa dedos) un extenso trayecto del manglar donde se refugiaban los grandes cardúmenes. Una vez encerrados, empezábamos a arrinconar los peces, con las ayudas de nuestras manos, hasta el fondo de las raíces. Con nuestras manos empezábamos a desarraigar las plantas y remover el lodo, asfixiando por completo todo tipo de organismos existentes dentro del ecosistema. El método lo comenzábamos una vez salía el sol, revisando un conjunto de mogotes que nos indicaran donde podíamos hacer una buena captura. Era un método más efectivo que la propia atarraya, pero devastador con el manglar.


Fui un parrandero empedernido. Todos los años, al amanecer del día de San Sebastián, se escuchaban las algarabías de un ‘baile negro’,  que no había parado los instrumentos y el constante canto un solo minuto durante la larga y oscura noche. Cuando empezaba a despuntar la aurora, con el grupo de parranderos embarcados en una canoa, salíamos entonces a recorrer las intrincadas calles fluviales del Morro, llevando una serenata a familiares, parientes, compadres, amigos y ‘ñeros’ y como tributo cobrábamos una botella de ron de caña: era ‘las brujas’, una representación que se había hecho muy popular la madrugada del veinte de enero y el domingo de carnaval. Además se mojaban a todos los desprevenidos transeúntes encontrados por fuera de sus casas a partir de esa hora de la mañana.

La noche del diecinueve de enero se anunciaba que los ensayos por fin habían comenzado y que para la primera semana de febrero se celebrarían los carnavales venecianos. Durante todas las noches nos reuníamos en diferentes casas del pueblo y utilizábamos los antiguos fogones (rellenos de valvas de almejas, hoy patios), como lugar de los ensayos que terminarían la noche del sábado, víspera del carnaval. El domingo, con los instrumentos afinados y con los vestuarios para la ocasión, sacábamos ‘La Tijereta’, la danza tradicional de la familia.

La tijereta era una danza de disfraces y alegres coloridos, con más de cincuenta miembros, entre los que se destacan un tamborilero, un guacharaquero, los maraqueros, los juglares (verseadores en cuartetos), un grupo grande de bailarines llamados Negros y Negras, y  tres abanderados: uno en la popa, otro en el banco que divide la embarcación y el último en la proa. Cuatros días de jolgorios públicos en honor a San Agatón. Yo entonces asumía el liderazgo del grupo: era el capitán de la danza.

Desde la tarde de la víspera de las festividades carnestolendas y hasta la noche del miércoles de ceniza, se realizaban entonces los grandes bailes de salón, ordenados por una presidenta y un presidente. Los negros bastos asumían el control de los cuatros días de jolgorio público.

***

La construcción de viviendas estilo ranchos, fue otro de mis grandes oficios extinguidos. La de los liberales se pintaba de cal viva y blanca, con la franja de las dos primeras tablas de abajo a arriba de un color rojo incandescente. Mientras que la de nosotros, los conservadores, llevaba la misma cal viva y las mismas franjas pintadas, pero de azul fuerte. Así manteníamos la belleza de nuestro antiguo pueblo enclavado sobre la ciénaga de Machete.

Mis otros oficios aprendidos fueron la construcción de canoas y la curación del mal de ojo, a ‘santiguar’ como se dice comúnmente. Fui un hombre saludable, íntegro y alegre.  Prudente, honesto, sencillo, y sobre todo, respetuoso y responsable. Católico y conservador hasta las dos y treinta de la tarde del día de de mi muerte.


Después de vivir un largo tiempo en el barrio Carreño del municipio de Ciénaga, había decidido por fin regresar a mi pueblo. Así que al amanecer del martes trece, y con mi hijo menor como compañero, partimos a las cinco de la mañana de Puerto Nuevo. Nuestra carga consistía en un trasto y material para la adecuación de nuestra vieja morada, la que mis padres habían construido con muchos años de sacrificio y trabajo, sostenida por sus hijos. Mi esposa y yo durante cuarenta años de casados habíamos logrado formalizar un extenso grupo familiar: ocho mujeres y ocho varones. Benjamín Javier, mi compañero, cumpliría quince años la primera semana de Noviembre: era el bordón.

Aquella mañana comenzamos navegando el caño de Ciénaga, pasamos la cabecera municipal de Pueblo Viejo y la boca de la barra. Costeando pasamos la isla del Rosario, Palmira y Tasajera. Unos minutos más tarde bordeamos el mangle, paralelo a la carretera troncal del Caribe que recientemente se había empezado a construir. Comenzábamos a recorrer la costa de Salamanca, así que pasamos Aguas Vivas, Santa Rosa, Palo Quemao, los Pajaritos, Muertos, Mahomas, Jagüey, Punta Gruesa, Majagualito, Corralito, Barra Vieja, Borrero y Puerto Caimán. En este sitio decidí abrir la vela de lona blanca con dirección a Puerto Ancho, por donde pretendíamos navegar una vez hecha la travesía. Nos quedaba a la derecha la Barrita de Simón y el rincón del hospitalito, para terminar la costa de Salamanca.

A las doce meridiano la brisa soplaba fugazmente. A esa hora habíamos recorrido la tercera parte de la travesía. Muy repentinamente se fue nublando el azul cielo: fuertes ráfagas de vientos repetitivos partieron el mástil en tres secciones y en piltrafas quedó la vela. Por la proa del costado babor una alta ola inundó por completo mi pequeña embarcación, llamada, como cosa del destino, ‘Final de un sueño’.

Los dos únicos tripulantes naufragamos, por la borrasca que provenía del sureste de la ciénaga. Yo me enredé en mi propia ropa y los pedazos de la vela, y mi canoa hizo varios giros, hundiéndome con ella y perdí el rastro de este mundo por completo. Eso sí, no sin antes dejar a mi hijo amado agarrado a una pequeña estaca, que logré fondear al fondo de nuestra ciénaga, esa trágica tarde del mes de septiembre.

Benjamín Javier fue hallado por un grupo de cincos unidades económicas de redes fijas, a las seis de la tarde, una vez pasó la horrible tormenta. Diez kilómetros más adelante se encontró la canoa. Ambos fueron llevados a Puerto Nuevo  y así se dio aviso a los míos de mi desaparición. Mis familiares dispusieron salir al instante a mi rescate. A las once de la noche ya navegaban sobre la Ciénaga Grande, revisando la costa de Salamanca y preguntando por mí a cuanto atarrayero y pescador de camarón encontraban a su paso, sin una respuesta posible de mi existencia.

La madrugada del miércoles del Morro salieron tres canoas, con una tripulación de diez hombres y cuatros canaletes, en busca de mi cuerpo y a divulgar la mala noticia a mis familiares repartidos en los corrales de pesca, que desde hacía una semana ranchaban en la costa sur de la ciénaga.

Sobre la ciénaga de Machete, una hora más tarde de haber salido los chasques en canoas rápidas construidas por mí, una de ellas desembocó por Caño Grande, dobló a la derecha verificando cada una de las puntas y los rincones: Veranillo, Bodegas, Mujeres, Palo Blanco, Rincón de las Garzas y llegaron a Palenque, la desembocadura del río Fundación, donde esperaban encontrar el ‘Gavilán’, el corral de pesca de la familia. Por el contrario, hallaron el ‘Lucío’, otro corral de pesca de vecinos y amigos. Después de difundir la trágica noticia, continuaron el desesperante recorrido bordeando ahora la costa sur: Arroyo Ají, Río Mengajo, Pankú, fluente del río Aracataca. Finalmente llegaron a la población de Bocas de Aracataca, corregimiento del municipio de Pueblo Viejo. Nuestros familiares residentes se informaron de la noticia, causada por el viento que comúnmente llamamos cataquero.

Otra embarcación salió por Caño Grande y bordeó el manglar hasta la punta del caño. La tripulación trazó ruta con dirección a Tasajera. Después de hora y media de recorrido, un hombre joven fue el encargado de dar el grito de alerta, levantando el brazo izquierdo y señalando con el dedo índice mientras decía: “¡ahí está, en dirección a Punta Gruesa!”

Cincos aves carroñeras velaban entonces sobre mi cadáver que empezaba a descomponerse totalmente, después de veinte horas dentro de las saladas aguas de la inmensa Ciénaga Grande de Santa Marta: la misma que me vio nacer , la noche de cielo azul , vendaval frío, sesenta y cinco años atrás, la noche del patriarca San José.