Fui un hombre anfibio, un naonato: nací en una de
las muchas travesías que solían hacer mis padres por la extensa Ciénaga Grande
de Santa Marta, una noche de luna nueva, bajo un cielo azul y estrellado, con
un vendaval fuerte, frío y agradable. El mismo viento furioso, sesenta y cinco
años más adelante, en una tarde tormentosa de un martes trece, durante la
travesía de Puerto Caimán a Puerto Ancho, me borraría de la faz de la tierra.
La embarcación de mis padres zarpaba cada sábado desde
Nueva Venecia (El Morro), pueblo palafítico del municipio de Sitio Nuevo, Magdalena.
Transportaba inmensas cargas de astillas de mangle rojo y seco, que mi padre
talaba durante diez días de trabajo en los manglares del complejo lagunar de
pajarales (Machete, Lunas, Ahuyama, Chesle, Ventanitas, Limón, Turrumote,
Zorrilla, Tigre, Gallinas, Gallo, El Carrao, Mendegüa, Pájaro) y que labraba
por las tardes en el patio de su hogar: rancho de horconaduras de palmiches,
cubierta de mangles, pedazos de guaduas y techos de palmas amargas; el lugar
donde convivía con mi madre y sus diecisietes hijos.
A la mañana siguiente salían por Caño Grande a la
Ciénaga Grande, para hacer la travesía a Bocas de Aracataca. Una vez pasada la
noche en el pueblo, desde que el sol estallaba por dentro del coposo manglar, recogían
una carga más leña y hacían unos cobros del viaje pasado y visitaban la familia
que allí residía. Por la noche, una vez empezaba a ventiar el vendaval, se
abrían nuevamente las velas, ahora sí hacia el destino final: Puerto Nuevo.
Mi madre gestante se había indispuesto desde la
tarde anterior. En las semanas finales del embarazo del bordón de sus
diecisiete hijos, se le aumentaron los dolores en su vientre. Aquella noche de
luna nueva con mi padre en el control del ´Navegante´, y con el basto timón dentro
de sus calludas manos, contaba el paso del tiempo y el espacio, mirando los
débiles rayos de aquella luna nueva y nombraba en voz muy alta cada punta y rincón
por donde pasaba su embarcación: Punta Blanca y Pájaro, que según relato de mi
propio padre y el de su compañero, fue el lugar de mi nacimiento. De aquí el
apodo que recibí desde mi niñez, y que me duró toda mi corta vida: el ‘pájaro’.
Mi padre hizo la labor de comadrón del trabajo de parto de mi madre. Abrí los
ojos a este mundo el 19 de marzo y en honor al día de mi santo, fue mi nombre
José Asunción de la Santísima Trinidad de todos los Santos. Dos horas más tarde,
después de mi nacimiento y una vez mi madre estuvo cómoda en una improvisada
cama y yo bien abrigado sobre sus brazos, mi padre continuó entonces el
recorrido y siguió nombrando los sitios de la travesía por la costa oriental de
la Ciénaga Grande: Congo, Guapo, López, Río Frio, Burro, Chino, Boquerones,
Punta de Cerro, caño de Ciénaga y finalmente el continente: Puerto Nuevo.
Crecí navegando la Ciénaga Grande, trasladándome de
Ciénaga al Morro. De muy niño me acostaba bocabajo sobre la gran troja de
palmiche y mangle amarillo, a contemplar la llegada de la brisa veneciana. Con
ella la llegada de cientos de canoas donde se desplazaban pescadores con sus
atarrayas y sus grandes velas de lonas abiertas, que venían por Machete,
provenientes de la Ciénaga Grande. Eran los integrantes del ´Flamenco´, Él Gavilán´,
Él Rastrillo´, ´El Lucío´; los corrales de pesca de las familias del Morro. A
los doce años comencé a ayudar a mis padres en el oficio de la pesca; arte que
desempeñábamos más para apoyar la alimentación de nuestro hogar que por
remuneración económica. Todo lo producido era para el sustento diario. Así que
desde muy joven aprendí a lanzar la atarraya, pescando generalmente en los
caños pequeños (Guayacanes, Salados, Fermería, la Barrita de Rincón Grande, la
Montaña, Gallinas, Zolo, Caño Hondo, Caimanero, Majagualito, Vásquez y los
Venados) y ocasionalmente en la Ciénaga Grande de Santa Marta.
A las dos de la mañana de cada día, los corrales de pesca salían a sus faenas y regresaban al pueblo todas las tardes con el sustento diario. Cada unidad económica de pesca cargada de cientos de mapalé. El atarrayero de cada canoa picaba lo producido y evisceraba la otra captura: mojarras rayadas, sábalos grandes, jureles, sierras marinas, corvinatas de mar, mojarras palometas, lebranches. Los pilotos de cada embarcación operaban las velas y maniobraban sus canoas, con el dominio de un canalete de dos alas construidos por mí en ceiba roja y cabos de abarco.
Durante el día de faenas, las canoas eran
perseguidas por unas bandadas de aves en las cuales se observaban tijeretas,
pelicanos, longuillos, garzas, cientos de gaviotas y el pichirri, los cuales
servían de entretenimiento a los pilotos más pequeños, realizando una cacería
durante el día. Se veía saltar el marlín, y la atracción del día era los
grandes cardúmenes del chivo mozo. Las brisas empezaban a soplar fuertes y
frescas antes de medio día y traían el olor característico del mangle verde. La
demanda de leña creció; esto llevó a mi padre a ampliar el patio. Yo empecé a crecer
y unos años después me integré a su labor cotidiana: leñador.
El ‘Navegante’ no existía para cuando me hice
adulto. La carencia de embarcación y equipos para realizar la pesca con la atarraya,
me llevó a poner en práctica el polémico zangarreo,
oficio heredado de mis familiares maternos: el arte considerado nocivo para la
supervivencia de las especies. Consistía en encerrar con redes de enmalles
curricán (o raspa dedos) un extenso
trayecto del manglar donde se refugiaban los grandes cardúmenes. Una vez
encerrados, empezábamos a arrinconar los peces, con las ayudas de nuestras
manos, hasta el fondo de las raíces. Con nuestras manos empezábamos a
desarraigar las plantas y remover el lodo, asfixiando por completo todo tipo de
organismos existentes dentro del ecosistema. El método lo comenzábamos una vez
salía el sol, revisando un conjunto de mogotes que nos indicaran donde podíamos
hacer una buena captura. Era un método más efectivo que la propia atarraya,
pero devastador con el manglar.
Fui un parrandero empedernido. Todos los años, al
amanecer del día de San Sebastián, se escuchaban las algarabías de un ‘baile
negro’, que no había parado los
instrumentos y el constante canto un solo minuto durante la larga y oscura
noche. Cuando empezaba a despuntar la aurora, con el grupo de parranderos
embarcados en una canoa, salíamos entonces a recorrer las intrincadas calles
fluviales del Morro, llevando una serenata a familiares, parientes, compadres,
amigos y ‘ñeros’ y como tributo cobrábamos una botella de ron de caña: era ‘las
brujas’, una representación que se había hecho muy popular la madrugada del
veinte de enero y el domingo de carnaval. Además se mojaban a todos los
desprevenidos transeúntes encontrados por fuera de sus casas a partir de esa
hora de la mañana.
La noche del diecinueve de enero se anunciaba que
los ensayos por fin habían comenzado y que para la primera semana de febrero se
celebrarían los carnavales venecianos. Durante todas las noches nos reuníamos
en diferentes casas del pueblo y utilizábamos los antiguos fogones (rellenos de
valvas de almejas, hoy patios), como lugar de los ensayos que terminarían la
noche del sábado, víspera del carnaval. El domingo, con los instrumentos
afinados y con los vestuarios para la ocasión, sacábamos ‘La Tijereta’, la
danza tradicional de la familia.
La tijereta era una danza de disfraces y alegres
coloridos, con más de cincuenta miembros, entre los que se destacan un
tamborilero, un guacharaquero, los maraqueros, los juglares (verseadores en
cuartetos), un grupo grande de bailarines llamados Negros y Negras, y tres abanderados: uno en la popa, otro en el
banco que divide la embarcación y el último en la proa. Cuatros días de
jolgorios públicos en honor a San Agatón. Yo entonces asumía el liderazgo del
grupo: era el capitán de la danza.
Desde la tarde de la víspera de las festividades
carnestolendas y hasta la noche del miércoles de ceniza, se realizaban entonces
los grandes bailes de salón, ordenados por una presidenta y un presidente. Los negros bastos asumían el control de los
cuatros días de jolgorio público.
***
La construcción de viviendas estilo ranchos, fue
otro de mis grandes oficios extinguidos. La de los liberales se pintaba de cal
viva y blanca, con la franja de las dos primeras tablas de abajo a arriba de un
color rojo incandescente. Mientras que la de nosotros, los conservadores,
llevaba la misma cal viva y las mismas franjas pintadas, pero de azul fuerte.
Así manteníamos la belleza de nuestro antiguo pueblo enclavado sobre la ciénaga
de Machete.
Mis otros oficios aprendidos fueron la construcción
de canoas y la curación del mal de ojo, a ‘santiguar’ como se dice comúnmente.
Fui un hombre saludable, íntegro y alegre.
Prudente, honesto, sencillo, y sobre todo, respetuoso y responsable.
Católico y conservador hasta las dos y treinta de la tarde del día de de mi muerte.
Después de vivir un largo tiempo en el barrio
Carreño del municipio de Ciénaga, había decidido por fin regresar a mi pueblo.
Así que al amanecer del martes trece, y con mi hijo menor como compañero,
partimos a las cinco de la mañana de Puerto Nuevo. Nuestra carga consistía en
un trasto y material para la adecuación de nuestra vieja morada, la que mis
padres habían construido con muchos años de sacrificio y trabajo, sostenida por
sus hijos. Mi esposa y yo durante cuarenta años de casados habíamos logrado
formalizar un extenso grupo familiar: ocho mujeres y ocho varones. Benjamín
Javier, mi compañero, cumpliría quince años la primera semana de Noviembre: era
el bordón.
Aquella mañana comenzamos
navegando el caño de Ciénaga, pasamos la cabecera municipal de Pueblo Viejo y
la boca de la barra. Costeando pasamos la isla del Rosario, Palmira y Tasajera.
Unos minutos más tarde bordeamos el mangle, paralelo a la carretera troncal del
Caribe que recientemente se había empezado a construir. Comenzábamos a recorrer
la costa de Salamanca, así que pasamos Aguas Vivas, Santa Rosa, Palo Quemao,
los Pajaritos, Muertos, Mahomas, Jagüey, Punta Gruesa, Majagualito, Corralito,
Barra Vieja, Borrero y Puerto Caimán. En este sitio decidí abrir la vela de
lona blanca con dirección a Puerto Ancho, por donde pretendíamos navegar una
vez hecha la travesía. Nos quedaba a la derecha la Barrita de Simón y el rincón
del hospitalito, para terminar la costa de Salamanca.
A las doce meridiano la brisa soplaba fugazmente. A
esa hora habíamos recorrido la tercera parte de la travesía. Muy repentinamente
se fue nublando el azul cielo: fuertes ráfagas de vientos repetitivos partieron
el mástil en tres secciones y en piltrafas quedó la vela. Por la proa del
costado babor una alta ola inundó por completo mi pequeña embarcación, llamada,
como cosa del destino, ‘Final de un sueño’.
Los dos únicos tripulantes naufragamos, por la
borrasca que provenía del sureste de la ciénaga. Yo me enredé en mi propia ropa
y los pedazos de la vela, y mi canoa hizo varios giros, hundiéndome con ella y
perdí el rastro de este mundo por completo. Eso sí, no sin antes dejar a mi
hijo amado agarrado a una pequeña estaca, que logré fondear al fondo de nuestra
ciénaga, esa trágica tarde del mes de septiembre.
Benjamín Javier fue hallado por un grupo de cincos
unidades económicas de redes fijas, a las seis de la tarde, una vez pasó la
horrible tormenta. Diez kilómetros más adelante se encontró la canoa. Ambos
fueron llevados a Puerto Nuevo y así se
dio aviso a los míos de mi desaparición. Mis familiares dispusieron salir al
instante a mi rescate. A las once de la noche ya navegaban sobre la Ciénaga
Grande, revisando la costa de Salamanca y preguntando por mí a cuanto
atarrayero y pescador de camarón encontraban a su paso, sin una respuesta
posible de mi existencia.
La madrugada del miércoles del Morro salieron tres
canoas, con una tripulación de diez hombres y cuatros canaletes, en busca de mi
cuerpo y a divulgar la mala noticia a mis familiares repartidos en los corrales
de pesca, que desde hacía una semana ranchaban en la costa sur de la ciénaga.
Sobre la ciénaga de Machete, una hora más tarde de
haber salido los chasques en canoas rápidas
construidas por mí, una de ellas desembocó por Caño Grande, dobló a la derecha
verificando cada una de las puntas y los rincones: Veranillo, Bodegas, Mujeres,
Palo Blanco, Rincón de las Garzas y llegaron a Palenque, la desembocadura del
río Fundación, donde esperaban encontrar el ‘Gavilán’, el corral de pesca de la
familia. Por el contrario, hallaron el ‘Lucío’, otro corral de pesca de vecinos
y amigos. Después de difundir la trágica noticia, continuaron el desesperante
recorrido bordeando ahora la costa sur: Arroyo Ají, Río Mengajo, Pankú, fluente
del río Aracataca. Finalmente llegaron a la población de Bocas de Aracataca, corregimiento
del municipio de Pueblo Viejo. Nuestros familiares residentes se informaron de
la noticia, causada por el viento que comúnmente llamamos cataquero.
Otra embarcación salió por Caño Grande y bordeó el
manglar hasta la punta del caño. La tripulación trazó ruta con dirección a
Tasajera. Después de hora y media de recorrido, un hombre joven fue el encargado
de dar el grito de alerta, levantando el brazo izquierdo y señalando con el
dedo índice mientras decía: “¡ahí está, en dirección a Punta Gruesa!”
Cincos aves carroñeras velaban entonces sobre mi
cadáver que empezaba a descomponerse totalmente, después de veinte horas dentro
de las saladas aguas de la inmensa Ciénaga Grande de Santa Marta: la misma que
me vio nacer , la noche de cielo azul , vendaval frío, sesenta y cinco años
atrás, la noche del patriarca San José.