sábado, 19 de mayo de 2012

TRAVESÍA POR LA CIÉNAGA GRANDE DE SANTA MARTA



Fui un hombre anfibio, un naonato: nací en una de las muchas travesías que solían hacer mis padres por la extensa Ciénaga Grande de Santa Marta, una noche de luna nueva, bajo un cielo azul y estrellado, con un vendaval fuerte, frío y agradable. El mismo viento furioso, sesenta y cinco años más adelante, en una tarde tormentosa de un martes trece, durante la travesía de Puerto Caimán a Puerto Ancho, me borraría de la faz de la tierra.

La embarcación de mis padres zarpaba cada sábado desde Nueva Venecia (El Morro), pueblo palafítico del municipio de Sitio Nuevo, Magdalena. Transportaba inmensas cargas de astillas de mangle rojo y seco, que mi padre talaba durante diez días de trabajo en los manglares del complejo lagunar de pajarales (Machete, Lunas, Ahuyama, Chesle, Ventanitas, Limón, Turrumote, Zorrilla, Tigre, Gallinas, Gallo, El Carrao, Mendegüa, Pájaro) y que labraba por las tardes en el patio de su hogar: rancho de horconaduras de palmiches, cubierta de mangles, pedazos de guaduas y techos de palmas amargas; el lugar donde convivía con mi madre y sus diecisietes hijos.

Durante la última semana, en un costado del patio se estibaba lo producido, que luego se comercializaba en el Puerto Nuevo de Ciénaga, a cinco astillas por un centavo. Lo transportaba en el ‘Navegante’, un bongo grande, construido en ceiba roja, carreto, abarco y trupillo; el único patrimonio de la extensa familia. La tripulación la conformaban mis cansados padres y un hombre robusto y chamuscado por el constante sol del Caribe, del cual nunca conocí nombre alguno, simplemente por su rudeza lo llamábamos ‘El burro’. La tarde del sábado que le tocaba travesía, ‘El Navegante’, cargado totalmente y con la tripulación de costumbre, salía del Morro con dirección a la isla de Blanco y una vez empezaba a soplar la brisa, abrían las velas y empezaba a navegar la ciénaga de Machete. Atravesando el boquerón de las salinas, caían a la ciénaga del Placer, donde está ubicado Buenavista. Por la tarde recorrían los negocios para recoger un cobro del viaje pasado. 


A la mañana siguiente salían por Caño Grande a la Ciénaga Grande, para hacer la travesía a Bocas de Aracataca. Una vez pasada la noche en el pueblo, desde que el sol estallaba por dentro del coposo manglar, recogían una carga más leña y hacían unos cobros del viaje pasado y visitaban la familia que allí residía. Por la noche, una vez empezaba a ventiar el vendaval, se abrían nuevamente las velas, ahora sí hacia el destino final: Puerto Nuevo.

Mi madre gestante se había indispuesto desde la tarde anterior. En las semanas finales del embarazo del bordón de sus diecisiete hijos, se le aumentaron los dolores en su vientre. Aquella noche de luna nueva con mi padre en el control del ´Navegante´, y con el basto timón dentro de sus calludas manos, contaba el paso del tiempo y el espacio, mirando los débiles rayos de aquella luna nueva y nombraba en voz muy alta cada punta y rincón por donde pasaba su embarcación: Punta Blanca y Pájaro, que según relato de mi propio padre y el de su compañero, fue el lugar de mi nacimiento. De aquí el apodo que recibí desde mi niñez, y que me duró toda mi corta vida: el ‘pájaro’. Mi padre hizo la labor de comadrón del trabajo de parto de mi madre. Abrí los ojos a este mundo el 19 de marzo y en honor al día de mi santo, fue mi nombre José Asunción de la Santísima Trinidad de todos los Santos. Dos horas más tarde, después de mi nacimiento y una vez mi madre estuvo cómoda en una improvisada cama y yo bien abrigado sobre sus brazos, mi padre continuó entonces el recorrido y siguió nombrando los sitios de la travesía por la costa oriental de la Ciénaga Grande: Congo, Guapo, López, Río Frio, Burro, Chino, Boquerones, Punta de Cerro, caño de Ciénaga y finalmente el continente: Puerto Nuevo. 




Crecí navegando la Ciénaga Grande, trasladándome de Ciénaga al Morro. De muy niño me acostaba bocabajo sobre la gran troja de palmiche y mangle amarillo, a contemplar la llegada de la brisa veneciana. Con ella la llegada de cientos de canoas donde se desplazaban pescadores con sus atarrayas y sus grandes velas de lonas abiertas, que venían por Machete, provenientes de la Ciénaga Grande. Eran los integrantes del ´Flamenco´, Él Gavilán´, Él Rastrillo´, ´El Lucío´; los corrales de pesca de las familias del Morro. A los doce años comencé a ayudar a mis padres en el oficio de la pesca; arte que desempeñábamos más para apoyar la alimentación de nuestro hogar que por remuneración económica. Todo lo producido era para el sustento diario. Así que desde muy joven aprendí a lanzar la atarraya, pescando generalmente en los caños pequeños (Guayacanes, Salados, Fermería, la Barrita de Rincón Grande, la Montaña, Gallinas, Zolo, Caño Hondo, Caimanero, Majagualito, Vásquez y los Venados) y ocasionalmente en la Ciénaga Grande de Santa Marta.

A las dos de la mañana de cada día, los corrales de pesca salían a sus faenas y regresaban al pueblo todas las tardes con el sustento diario. Cada unidad económica de pesca cargada de cientos de mapalé. El atarrayero de cada canoa picaba lo producido y evisceraba la otra captura: mojarras rayadas, sábalos grandes, jureles, sierras marinas, corvinatas de mar, mojarras palometas, lebranches. Los pilotos de cada embarcación operaban las velas y maniobraban sus canoas, con el dominio de un canalete de dos alas construidos por mí en ceiba roja y cabos de abarco.

Durante el día de faenas, las canoas eran perseguidas por unas bandadas de aves en las cuales se observaban tijeretas, pelicanos, longuillos, garzas, cientos de gaviotas y el pichirri, los cuales servían de entretenimiento a los pilotos más pequeños, realizando una cacería durante el día. Se veía saltar el marlín, y la atracción del día era los grandes cardúmenes del chivo mozo. Las brisas empezaban a soplar fuertes y frescas antes de medio día y traían el olor característico del mangle verde. La demanda de leña creció; esto llevó a mi padre a ampliar el patio. Yo empecé a crecer y unos años después me integré a su labor cotidiana: leñador.

El ‘Navegante’ no existía para cuando me hice adulto. La carencia de embarcación y equipos para realizar la pesca con la atarraya, me llevó a poner en práctica el polémico zangarreo, oficio heredado de mis familiares maternos: el arte considerado nocivo para la supervivencia de las especies. Consistía en encerrar con redes de enmalles curricán (o raspa dedos) un extenso trayecto del manglar donde se refugiaban los grandes cardúmenes. Una vez encerrados, empezábamos a arrinconar los peces, con las ayudas de nuestras manos, hasta el fondo de las raíces. Con nuestras manos empezábamos a desarraigar las plantas y remover el lodo, asfixiando por completo todo tipo de organismos existentes dentro del ecosistema. El método lo comenzábamos una vez salía el sol, revisando un conjunto de mogotes que nos indicaran donde podíamos hacer una buena captura. Era un método más efectivo que la propia atarraya, pero devastador con el manglar.


Fui un parrandero empedernido. Todos los años, al amanecer del día de San Sebastián, se escuchaban las algarabías de un ‘baile negro’,  que no había parado los instrumentos y el constante canto un solo minuto durante la larga y oscura noche. Cuando empezaba a despuntar la aurora, con el grupo de parranderos embarcados en una canoa, salíamos entonces a recorrer las intrincadas calles fluviales del Morro, llevando una serenata a familiares, parientes, compadres, amigos y ‘ñeros’ y como tributo cobrábamos una botella de ron de caña: era ‘las brujas’, una representación que se había hecho muy popular la madrugada del veinte de enero y el domingo de carnaval. Además se mojaban a todos los desprevenidos transeúntes encontrados por fuera de sus casas a partir de esa hora de la mañana.

La noche del diecinueve de enero se anunciaba que los ensayos por fin habían comenzado y que para la primera semana de febrero se celebrarían los carnavales venecianos. Durante todas las noches nos reuníamos en diferentes casas del pueblo y utilizábamos los antiguos fogones (rellenos de valvas de almejas, hoy patios), como lugar de los ensayos que terminarían la noche del sábado, víspera del carnaval. El domingo, con los instrumentos afinados y con los vestuarios para la ocasión, sacábamos ‘La Tijereta’, la danza tradicional de la familia.

La tijereta era una danza de disfraces y alegres coloridos, con más de cincuenta miembros, entre los que se destacan un tamborilero, un guacharaquero, los maraqueros, los juglares (verseadores en cuartetos), un grupo grande de bailarines llamados Negros y Negras, y  tres abanderados: uno en la popa, otro en el banco que divide la embarcación y el último en la proa. Cuatros días de jolgorios públicos en honor a San Agatón. Yo entonces asumía el liderazgo del grupo: era el capitán de la danza.

Desde la tarde de la víspera de las festividades carnestolendas y hasta la noche del miércoles de ceniza, se realizaban entonces los grandes bailes de salón, ordenados por una presidenta y un presidente. Los negros bastos asumían el control de los cuatros días de jolgorio público.

***

La construcción de viviendas estilo ranchos, fue otro de mis grandes oficios extinguidos. La de los liberales se pintaba de cal viva y blanca, con la franja de las dos primeras tablas de abajo a arriba de un color rojo incandescente. Mientras que la de nosotros, los conservadores, llevaba la misma cal viva y las mismas franjas pintadas, pero de azul fuerte. Así manteníamos la belleza de nuestro antiguo pueblo enclavado sobre la ciénaga de Machete.

Mis otros oficios aprendidos fueron la construcción de canoas y la curación del mal de ojo, a ‘santiguar’ como se dice comúnmente. Fui un hombre saludable, íntegro y alegre.  Prudente, honesto, sencillo, y sobre todo, respetuoso y responsable. Católico y conservador hasta las dos y treinta de la tarde del día de de mi muerte.


Después de vivir un largo tiempo en el barrio Carreño del municipio de Ciénaga, había decidido por fin regresar a mi pueblo. Así que al amanecer del martes trece, y con mi hijo menor como compañero, partimos a las cinco de la mañana de Puerto Nuevo. Nuestra carga consistía en un trasto y material para la adecuación de nuestra vieja morada, la que mis padres habían construido con muchos años de sacrificio y trabajo, sostenida por sus hijos. Mi esposa y yo durante cuarenta años de casados habíamos logrado formalizar un extenso grupo familiar: ocho mujeres y ocho varones. Benjamín Javier, mi compañero, cumpliría quince años la primera semana de Noviembre: era el bordón.

Aquella mañana comenzamos navegando el caño de Ciénaga, pasamos la cabecera municipal de Pueblo Viejo y la boca de la barra. Costeando pasamos la isla del Rosario, Palmira y Tasajera. Unos minutos más tarde bordeamos el mangle, paralelo a la carretera troncal del Caribe que recientemente se había empezado a construir. Comenzábamos a recorrer la costa de Salamanca, así que pasamos Aguas Vivas, Santa Rosa, Palo Quemao, los Pajaritos, Muertos, Mahomas, Jagüey, Punta Gruesa, Majagualito, Corralito, Barra Vieja, Borrero y Puerto Caimán. En este sitio decidí abrir la vela de lona blanca con dirección a Puerto Ancho, por donde pretendíamos navegar una vez hecha la travesía. Nos quedaba a la derecha la Barrita de Simón y el rincón del hospitalito, para terminar la costa de Salamanca.

A las doce meridiano la brisa soplaba fugazmente. A esa hora habíamos recorrido la tercera parte de la travesía. Muy repentinamente se fue nublando el azul cielo: fuertes ráfagas de vientos repetitivos partieron el mástil en tres secciones y en piltrafas quedó la vela. Por la proa del costado babor una alta ola inundó por completo mi pequeña embarcación, llamada, como cosa del destino, ‘Final de un sueño’.

Los dos únicos tripulantes naufragamos, por la borrasca que provenía del sureste de la ciénaga. Yo me enredé en mi propia ropa y los pedazos de la vela, y mi canoa hizo varios giros, hundiéndome con ella y perdí el rastro de este mundo por completo. Eso sí, no sin antes dejar a mi hijo amado agarrado a una pequeña estaca, que logré fondear al fondo de nuestra ciénaga, esa trágica tarde del mes de septiembre.

Benjamín Javier fue hallado por un grupo de cincos unidades económicas de redes fijas, a las seis de la tarde, una vez pasó la horrible tormenta. Diez kilómetros más adelante se encontró la canoa. Ambos fueron llevados a Puerto Nuevo  y así se dio aviso a los míos de mi desaparición. Mis familiares dispusieron salir al instante a mi rescate. A las once de la noche ya navegaban sobre la Ciénaga Grande, revisando la costa de Salamanca y preguntando por mí a cuanto atarrayero y pescador de camarón encontraban a su paso, sin una respuesta posible de mi existencia.

La madrugada del miércoles del Morro salieron tres canoas, con una tripulación de diez hombres y cuatros canaletes, en busca de mi cuerpo y a divulgar la mala noticia a mis familiares repartidos en los corrales de pesca, que desde hacía una semana ranchaban en la costa sur de la ciénaga.

Sobre la ciénaga de Machete, una hora más tarde de haber salido los chasques en canoas rápidas construidas por mí, una de ellas desembocó por Caño Grande, dobló a la derecha verificando cada una de las puntas y los rincones: Veranillo, Bodegas, Mujeres, Palo Blanco, Rincón de las Garzas y llegaron a Palenque, la desembocadura del río Fundación, donde esperaban encontrar el ‘Gavilán’, el corral de pesca de la familia. Por el contrario, hallaron el ‘Lucío’, otro corral de pesca de vecinos y amigos. Después de difundir la trágica noticia, continuaron el desesperante recorrido bordeando ahora la costa sur: Arroyo Ají, Río Mengajo, Pankú, fluente del río Aracataca. Finalmente llegaron a la población de Bocas de Aracataca, corregimiento del municipio de Pueblo Viejo. Nuestros familiares residentes se informaron de la noticia, causada por el viento que comúnmente llamamos cataquero.

Otra embarcación salió por Caño Grande y bordeó el manglar hasta la punta del caño. La tripulación trazó ruta con dirección a Tasajera. Después de hora y media de recorrido, un hombre joven fue el encargado de dar el grito de alerta, levantando el brazo izquierdo y señalando con el dedo índice mientras decía: “¡ahí está, en dirección a Punta Gruesa!”

Cincos aves carroñeras velaban entonces sobre mi cadáver que empezaba a descomponerse totalmente, después de veinte horas dentro de las saladas aguas de la inmensa Ciénaga Grande de Santa Marta: la misma que me vio nacer , la noche de cielo azul , vendaval frío, sesenta y cinco años atrás, la noche del patriarca San José.