miércoles, 29 de agosto de 2012

Un miércoles negro


                                                                                        
En el país del sagrado corazón de Jesús, donde casi nunca pasa nada y donde todo lo olvidamos por pura conveniencia, hago remembranza del hecho terrorista, para que tengamos viva nuestra memoria y así no olvidar nunca a las victimas de la madrugada de aquel miércoles negro.

Fue el día que el diablo vestido de camuflaje, brazalete, pasamontañas sobre el rostro, y dotado de equipos de campaña y de intendencia, desafió las fuerzas supremas del todo poderoso y enfurecido caminó sobre las olas del inmenso complejo lagunar de la Ciénaga Grande de Santa Marta. El agua azul, salobre y tranquila, se tiño de sangre humana. El dolor, la angustia y la zozobra se apoderaron de nuestros pueblos, donde el temor y el horror reinaron para siempre en este paraíso de olvido.

Es el amanecer del miércoles fatídico. Son doce los cuerpos de hombres de variadas edades, oficios y jurisdicciones. Amordazados, torturados y tendidos bocabajo, expuestos al público sin ninguna contemplación sobre el andén del costado norte de la explanada de la iglesia católica, al lado de donde había existido un pequeño parque de diversión. Los daños son espantosos. Una autentica pesadilla vuelta realidad le revela al mundo el horror al que había llegado la degradación del conflicto armado interno en el país del todo poderoso: Colombia. Una cruenta masacre, desplazamiento forzado, torturas, lesiones, son algunos de los delitos que deja la temible incursión armada.

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Mis padres murieron cuando apenas entraba en la adolescencia; el suceso me obligó de muy niño a ingresar a la cadena productiva de la familia. En el Flamenco, el corral de pesca dedicado a las capturas diarias, comencé como piloto, la persona encargada de operar la canoa y de orientar al atarrayero para una buena producción. Así recorrí todas las ciénagas del complejo de Pajarales, el Santuario de Fauna y Flora, Agujas y la inmensa Ciénaga Grande de Santa Marta.

En la cacería del manatí, el caimán y la babilla, utilizaba el arpón y en la pesca de lisa grande una vara de ocho pies de longitud, con dos o tres clavos puntiagudos en uno de sus extremos. Pescaba también chivo cabezón, con el palangre que tenía más de mil anzuelos. Lo hacía en la punta del caño, en la Ciénaga Grande de Santa Marta. En mi juventud no conocí las máquinas: todos mis viajes los realice a vela cuando contaba con viento a favor, o bogando con largas palancas. Otro de mis trabajos  fue el que realice por más de veinte años a bordo de ‘Sobre las olas’, un bongo de tablones bastos, con el que transportábamos el agua recogida en el río Aracataca, exactamente en el afluente llamado Panku. Esa agua la utilizábamos para el consumo humano y en el oficio cotidiano de nuestros pobladores.

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Desde la fletera de pescado ’En Dios Confío’ sale una voz que decía: “los Invitamos a una reunión en la plaza central del pueblo”. Es la invitación que extendía el comando armado al margen de la ley. Pasada las dos de madrugada continúan su itinerario hacia la iglesia de Nuestra Señora del Monte Carmelo, donde van a realizar la macabra reunión.

Cincos grandes lanchas se quedan en las afueras del pueblo, en el costado norte, y sin perder tiempo alguno toman posición estratégica, avanzando rápidamente dentro del pueblo, comenzando el barrido de personas, hombres todos y mayores de edad. “Juancho” Moreno, un pescador de oficio, es obligado a embarcarse en una de las lanchas para ir a la reunión. Otra lancha llega en busca de una familia que ya no se encuentra en la casa donde residía tiempo atrás y sigue su rumbo hacia el lugar de la reunión. Al tomar la nueva vía, se choca con la lancha donde llevan al pescador.       
           
El acto terrorista sigue en el pueblo: a Ever Julio Rodríguez Mejía le propinan un tiro de fusil en la cabeza y otro en el pecho. Lo dejan tendido en el piso de la sala de su casa, delante de su esposa y sus dos hijas menores de edad, que se abalanzan sobre el cadáver una vez salen los hombres en la lancha hacia la iglesia.

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En mi memoria quedan recuerdos de jóvenes mujeres convertidas en brujas fugases, que llegaban al pueblo desde poblaciones distantes a joder a sus habitantes. Una vez llegaron cinco, entre ellas una muy joven y hermosa, convertidas todas en veloces pájaros: saltaban, brincaban y corrían sobre el caballete de palma amarga de un viejo rancho a las afuera del pueblo. El Cuervo, el anciano propietario y conocedor de ciencias ocultas, les aplicó un rezo de cincos oraciones, siendo la más efectiva el credo al revés. Pasados cinco minutos, la más joven rodó por el techo y cayó sobre el sardinel, ubicado al costado norte de la casa. Fue recogida de inmediato por el anciano hechicero, quien la guardó en un guacal de gallos finos. Era delgada, tez trigueña, cabellera color castaño y larga, de un metro setenta de estatura. Los ojos eran color miel. Vivaz y alegre. Fue llamada por el resto de sus amigas  la Negra.

Vanesa Judith Zapata Lobo, la Negra, contaba con diecinueve años de edad, oriunda de Calamar, Bolívar. Su itinerario había comenzado dos noches antes, convertida en una enorme garza parda. De su lugar de residencia partió una vez oscureció hacia la población  de Santa Rita, donde residían dos de sus cuatros amigas, quienes le ayudarían a cumplir su cometido. Todas eran conocedoras del arte de la hechicería. La noche siguiente, a Santa Rita llegaron dos mujeres provenientes de Jairas. La tercera noche, faltando cinco minutos para las seis de la tarde, la enorme garza parda decidió seguir a sus amigas, convertidas en aves, con rumbo al Morro, en busca de un amor perdido.

Después de cuatro horas de vuelo, pasadas las diez de la noche, las brujas aterrizaron sobre el techo del humilde rancho. Al oír el ávido aleteo de las enormes aves sobre el techo, el viejo se despertó apresuradamente y reconoció que eran brujas. Fue entonces cuando aplicó el rezo. Pasados cinco minutos, la joven bruja se dio vuelta sobre el tejado, cayendo bocabajo sobre el sardinel. Las cuatros brujas restantes volaron dejando a la Negra a su suerte. El viejo le sujetó sus alas, echándolas completamente hacia atrás, y la encerró en un lugar seguro mientras indagaba por la estadía de aquel grupo de brujas en el pueblo. Finalmente logró saber dos horas más tarde que ellas iban de pueblo en pueblo buscando a un hombre alto, e tez blanca, ojos marrón claro y quien usaba un sombrero redondo de color azul cielo. Se habían enamorado perdidamente de él.

Miro unos momentos al nororiente del pueblo y alcanzo ver lo que queda de la casa que fue de mis abuelos, que luego heredaron mis padres y en la cual yo conviví con mi extenso bloque familiar. Recuerdo que al caer aquella tarde empezó a soplar el fuerte vendaval, el cielo empezó a oscurecerse por grandes nubarrones, una llovizna ligera empezó a caer sobre mi pueblo. Yo me  dormí  profundamente  después de beber un bromuro de toronjil y valeriana caliente sin azúcar que me brindó una de mis hijas mayores. Segundos después desperté del otro lado, en la eternidad. Indescifrable lugar, hermoso, con verdes prados. A mi encuentro muchas almas allegadas y amigas que esperaban mi regreso, en aquel domingo de agosto y desde donde continué observando los pasos de mi pueblo natal.

Después de la pesca, mi gran oficio fue escribir décimas y ejercer de periodista. Cubrí las noticias más relevantes de mi acontecer diario, las que publicaba, muchas de ellas en versos y otras tantas en prosa, en un semanario llamado el Cuervo por la agilidad con la que volaban las noticias. Este oficio lo aprendí desde la escuela y lo he conservado inclusive ahora en la santa muerte.

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Las lanchas continúan recorriendo el norte del pueblo, recogiendo personas para su dichosa reunión. La lancha donde transportan a Juancho finalmente arrima a la miscelánea, donde dan de baja a su propietario, Roque Jacinto Parejo Esquea, líder cívico y dirigente comunal, comerciante y empresario pujante. El hombre fue muerto de un tiro propinado en su rostro. Sus negocios fueron saqueados. Aquí muere también el primer viajero de la fletera, Milton Javier Gómez Barrio, un joven de diecinueve años de edad, padre de una niña de escasos seis meses de nacida. Comerciante de pescado fresco y natural de la cabecera municipal. Murió por debajo del mostrador, donde intentó protegerse del escuadrón armado hasta que lo encontró un hombre desalmado que sin mediar una sola palabra le soltó un tiro de su potente arma de guerra. Al amanecer fue recogido por su suegro, quien lo encontró como pidiendo una plegaria.

Al otro extremo de la casa, sobre el sardinel del costado oeste, quedó el cuerpo sin vida del labriego y pescador Geraldo Antonio Escorcia Caballero, natural del caño Clarín Nuevo, tomado como rehén y obligado a servir de baquiano en lugar que él no conocía plenamente. Murió de un tiro, impactado por la parte trasera de la cabeza. Cada una de las lanchas se va acercando a la iglesia. Los hombres armados obligan a los rehenes a recoger gasolina, alimentos, bebidas y hasta motores fuera de borda. Muchos habitantes aprovechan la oscuridad para emprender la huida, abalanzándose al agua, algunos protegiéndose debajo de los palafitos. Otros no contaron con la misma suerte. Fue el caso de Basilio Antonio de la Cruz Rodríguez, quien recibió un tiro en su pierna derecha y murió desangrado cinco horas más tarde en el hospital municipal. Pedro Erasmo Suarez Borrero, un anciano pescador, también se abalanzó a la ciénaga, pero fue alcanzado por un tiro que impactó en el fémur derecho, muriendo hospitalizado en Barranquilla seis días después de la masacre.  

Juancho Moreno salió en busca de gasolina y regresó con una pimpina, pero uno de los hombres armados que custodiaba a la multitud le pidió que consiguiera mucho más y fue entonces cuando preparó su fuga, lanzándose al agua de la ciénaga y caminando hacia el extremo Éste del pueblo, buscando la casa de su concuñado.

‘En Dios Confío’, la gran embarcación que fue interceptada por los hombres armados horas antes, finalmente atraca justo frente a la iglesia católica. La mayoría de su carga ha sido arrojada a la ciénaga y la que le queda es muy poca, en su gran mayoría Lora helada en timbos de icopor, o en canecas y neveras viejas. Uno de los pasajeros es obligado a desocuparla totalmente, hasta dejarla limpia. Son pasadas las tres de la mañana; para esta segunda hora de incursión armada todo es un caos. Algunos salen descontroladamente buscando un lugar seguro donde refugiarse de los actos violentos y los hombres de capuchas negras empiezan a estar fuera de control. 

En la plaza pública la reunión está por comenzar. A la cabeza el temible comandante: ESTEBAN. Son más de cincuenta personas, quienes sobre el piso del templo religioso, atentos escuchan al temible asesino. Entre ellos se encuentran pescadores, labriegos y artesanos, intermediarios de pescados frescos y seco-salados, vendedores de pollos, menudencias y verduras, y también  un  vendedor de helados de conos. Sentados sobre el piso de cemento, atentos esperan que el hombre vestido de militar, armado para una guerra con nadie, diga simplemente que todo aquello es una confusión. 

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