En el país del sagrado corazón de
Jesús, donde casi nunca pasa nada y donde todo lo olvidamos por pura
conveniencia, hago remembranza del hecho terrorista, para que tengamos viva
nuestra memoria y así no olvidar nunca a las victimas de la madrugada de aquel
miércoles negro.
Fue el día que el diablo vestido de
camuflaje, brazalete, pasamontañas sobre el rostro, y dotado de equipos de
campaña y de intendencia, desafió las fuerzas supremas del todo poderoso y
enfurecido caminó sobre las olas del inmenso complejo lagunar de la Ciénaga Grande
de Santa Marta. El agua azul, salobre y tranquila, se tiño de sangre humana. El
dolor, la angustia y la zozobra se apoderaron de nuestros pueblos, donde el
temor y el horror reinaron para siempre en este paraíso de olvido.
Es el amanecer del miércoles
fatídico. Son doce los cuerpos de hombres de variadas edades, oficios y
jurisdicciones. Amordazados, torturados y tendidos bocabajo, expuestos al público
sin ninguna contemplación sobre el andén del costado norte de la explanada de
la iglesia católica, al lado de donde había existido un pequeño parque de
diversión. Los daños son espantosos. Una autentica pesadilla vuelta realidad le
revela al mundo el horror al que había llegado la degradación del conflicto
armado interno en el país del todo poderoso: Colombia. Una cruenta masacre,
desplazamiento forzado, torturas, lesiones, son algunos de los delitos que deja
la temible incursión armada.
***
Mis padres murieron cuando apenas entraba
en la adolescencia; el suceso me obligó de muy niño a ingresar a la cadena
productiva de la familia. En el Flamenco,
el corral de pesca dedicado a las capturas diarias, comencé como piloto, la
persona encargada de operar la canoa y de orientar al atarrayero para una buena
producción. Así recorrí todas las ciénagas del complejo de Pajarales, el
Santuario de Fauna y Flora, Agujas y
la inmensa Ciénaga Grande de Santa Marta.
En la cacería del manatí, el caimán y
la babilla, utilizaba el arpón y en la pesca de lisa grande una vara de ocho
pies de longitud, con dos o tres clavos puntiagudos en uno de sus extremos. Pescaba
también chivo cabezón, con el palangre que tenía más de mil anzuelos. Lo hacía
en la punta del caño, en la Ciénaga Grande de Santa Marta. En mi juventud no
conocí las máquinas: todos mis viajes los realice a vela cuando contaba con
viento a favor, o bogando con largas palancas. Otro de mis trabajos fue el que realice por más de veinte años a
bordo de ‘Sobre las olas’, un bongo de tablones bastos, con el que
transportábamos el agua recogida en el río Aracataca, exactamente en el afluente
llamado Panku. Esa agua la utilizábamos para el consumo humano y en el oficio
cotidiano de nuestros pobladores.
***
Desde la fletera de pescado ’En Dios
Confío’ sale una voz que decía: “los Invitamos a una reunión en la plaza
central del pueblo”. Es la invitación que extendía el comando armado al margen
de la ley. Pasada las dos de madrugada continúan su itinerario hacia la iglesia
de Nuestra Señora del Monte Carmelo, donde van a realizar la macabra reunión.
Cincos grandes lanchas se quedan en
las afueras del pueblo, en el costado norte, y sin perder tiempo alguno toman
posición estratégica, avanzando rápidamente dentro del pueblo, comenzando el
barrido de personas, hombres todos y mayores de edad. “Juancho” Moreno, un
pescador de oficio, es obligado a embarcarse en una de las lanchas para ir a la
reunión. Otra lancha llega en busca de una familia que ya no se encuentra en la
casa donde residía tiempo atrás y sigue su rumbo hacia el lugar de la reunión.
Al tomar la nueva vía, se choca con la lancha donde llevan al pescador.
El acto terrorista sigue en el pueblo:
a Ever Julio Rodríguez Mejía le propinan un tiro de fusil en la cabeza y otro
en el pecho. Lo dejan tendido en el piso de la sala de su casa, delante de su
esposa y sus dos hijas menores de edad, que se abalanzan sobre el cadáver una
vez salen los hombres en la lancha hacia la iglesia.
***
En mi memoria quedan recuerdos de
jóvenes mujeres convertidas en brujas fugases, que llegaban al pueblo desde
poblaciones distantes a joder a sus habitantes. Una vez llegaron cinco, entre
ellas una muy joven y hermosa, convertidas todas en veloces pájaros: saltaban,
brincaban y corrían sobre el caballete de palma amarga de un viejo rancho a las
afuera del pueblo. El Cuervo, el
anciano propietario y conocedor de ciencias ocultas, les aplicó un rezo de
cincos oraciones, siendo la más efectiva el credo al revés. Pasados cinco
minutos, la más joven rodó por el techo y cayó sobre el sardinel, ubicado al
costado norte de la casa. Fue recogida de inmediato por el anciano hechicero,
quien la guardó en un guacal de gallos finos. Era delgada, tez trigueña,
cabellera color castaño y larga, de un metro setenta de estatura. Los ojos eran
color miel. Vivaz y alegre. Fue llamada por el resto de sus amigas la Negra.
Vanesa Judith Zapata Lobo, la Negra,
contaba con diecinueve años de edad, oriunda de Calamar, Bolívar. Su itinerario
había comenzado dos noches antes, convertida en una enorme garza parda. De su
lugar de residencia partió una vez oscureció hacia la población de Santa Rita, donde residían dos de sus
cuatros amigas, quienes le ayudarían a cumplir su cometido. Todas eran
conocedoras del arte de la hechicería. La noche siguiente, a Santa Rita llegaron
dos mujeres provenientes de Jairas. La tercera noche, faltando cinco minutos
para las seis de la tarde, la enorme garza parda decidió seguir a sus amigas,
convertidas en aves, con rumbo al Morro, en busca de un amor perdido.
Después de cuatro horas de vuelo, pasadas
las diez de la noche, las brujas aterrizaron sobre el techo del humilde rancho.
Al oír el ávido aleteo de las enormes aves sobre el techo, el viejo se despertó
apresuradamente y reconoció que eran brujas. Fue entonces cuando aplicó el
rezo. Pasados cinco minutos, la joven bruja se dio vuelta sobre el tejado,
cayendo bocabajo sobre el sardinel. Las cuatros brujas restantes volaron dejando
a la Negra a su suerte. El viejo le
sujetó sus alas, echándolas completamente hacia atrás, y la encerró en un lugar
seguro mientras indagaba por la estadía de aquel grupo de brujas en el pueblo.
Finalmente logró saber dos horas más tarde que ellas iban de pueblo en pueblo buscando
a un hombre alto, e tez blanca, ojos marrón claro y quien usaba un sombrero
redondo de color azul cielo. Se habían enamorado perdidamente de él.
Miro unos momentos al nororiente del
pueblo y alcanzo ver lo que queda de la casa que fue de mis abuelos, que luego
heredaron mis padres y en la cual yo conviví con mi extenso bloque familiar. Recuerdo
que al caer aquella tarde empezó a soplar el fuerte vendaval, el cielo empezó a
oscurecerse por grandes nubarrones, una llovizna ligera empezó a caer sobre mi
pueblo. Yo me dormí profundamente
después de beber un bromuro de toronjil y valeriana caliente sin azúcar
que me brindó una de mis hijas mayores. Segundos después desperté del otro
lado, en la eternidad. Indescifrable lugar, hermoso, con verdes prados. A mi
encuentro muchas almas allegadas y amigas que esperaban mi regreso, en aquel
domingo de agosto y desde donde continué observando los pasos de mi pueblo
natal.
Después de la pesca, mi gran oficio fue
escribir décimas y ejercer de periodista. Cubrí las noticias más relevantes de
mi acontecer diario, las que publicaba, muchas de ellas en versos y otras
tantas en prosa, en un semanario llamado el Cuervo por la agilidad con la que
volaban las noticias. Este oficio lo aprendí desde la escuela y lo he
conservado inclusive ahora en la santa muerte.
***
Las lanchas continúan recorriendo el
norte del pueblo, recogiendo personas para su dichosa reunión. La lancha donde
transportan a Juancho finalmente arrima a la miscelánea, donde dan de baja a su
propietario, Roque Jacinto Parejo Esquea, líder cívico y dirigente comunal, comerciante
y empresario pujante. El hombre fue muerto de un tiro propinado en su rostro.
Sus negocios fueron saqueados. Aquí muere también el primer viajero de la
fletera, Milton Javier Gómez Barrio, un joven de diecinueve años de edad, padre
de una niña de escasos seis meses de nacida. Comerciante de pescado fresco y
natural de la cabecera municipal. Murió por debajo del mostrador, donde intentó
protegerse del escuadrón armado hasta que lo encontró un hombre desalmado que
sin mediar una sola palabra le soltó un tiro de su potente arma de guerra. Al
amanecer fue recogido por su suegro, quien lo encontró como pidiendo una
plegaria.
Al otro extremo de la casa, sobre el
sardinel del costado oeste, quedó el cuerpo sin vida del labriego y pescador
Geraldo Antonio Escorcia Caballero, natural del caño Clarín Nuevo, tomado como
rehén y obligado a servir de baquiano en lugar que él no conocía plenamente.
Murió de un tiro, impactado por la parte trasera de la cabeza. Cada una de las
lanchas se va acercando a la iglesia. Los hombres armados obligan a los rehenes
a recoger gasolina, alimentos, bebidas y hasta motores fuera de borda. Muchos
habitantes aprovechan la oscuridad para emprender la huida, abalanzándose al
agua, algunos protegiéndose debajo de los palafitos. Otros no contaron con la
misma suerte. Fue el caso de Basilio Antonio de la Cruz Rodríguez, quien
recibió un tiro en su pierna derecha y murió desangrado cinco horas más tarde
en el hospital municipal. Pedro Erasmo Suarez Borrero, un anciano pescador, también
se abalanzó a la ciénaga, pero fue alcanzado por un tiro que impactó en el
fémur derecho, muriendo hospitalizado en Barranquilla seis días después de la
masacre.
Juancho Moreno salió en busca de
gasolina y regresó con una pimpina, pero uno de los hombres armados que
custodiaba a la multitud le pidió que consiguiera mucho más y fue entonces cuando
preparó su fuga, lanzándose al agua de la ciénaga y caminando hacia el extremo
Éste del pueblo, buscando la casa de su concuñado.
‘En Dios Confío’, la gran embarcación
que fue interceptada por los hombres armados horas antes, finalmente atraca
justo frente a la iglesia católica. La mayoría de su carga ha sido arrojada a
la ciénaga y la que le queda es muy poca, en su gran mayoría Lora helada en timbos de icopor, o en canecas y neveras
viejas. Uno de los pasajeros es obligado a desocuparla totalmente, hasta
dejarla limpia. Son pasadas las tres de la mañana; para esta segunda hora de
incursión armada todo es un caos. Algunos salen descontroladamente buscando un
lugar seguro donde refugiarse de los actos violentos y los hombres de capuchas
negras empiezan a estar fuera de control.
En la plaza pública la reunión está
por comenzar. A la cabeza el temible comandante: ESTEBAN. Son más de cincuenta
personas, quienes sobre el piso del templo religioso, atentos escuchan al
temible asesino. Entre ellos se encuentran pescadores, labriegos y artesanos, intermediarios
de pescados frescos y seco-salados, vendedores de pollos, menudencias y verduras,
y también un vendedor de helados de conos. Sentados sobre
el piso de cemento, atentos esperan que el hombre vestido de militar, armado
para una guerra con nadie, diga simplemente que todo aquello es una
confusión.
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